Esta mañana he ido a desayunar a mi terraza de Llivia, y
estaba tan dubitativo que no sabía que pedir: café, bocata, zumo, vino con
jamón del país, croissant,…
Como que la camarera que me atiende ya me conoce,
simplemente me ha dicho, ¡Ay, Paco, que estará pasando por tu cabeza! Bueno,
vuelvo de aquí a un ratito.
Y yo con un gesto sin palabras le he dado a entender que
hacia bien, que me dejase un ratito sumido en mis pensamientos.
¿Pero realmente pensaba en algo?
Sí, pensaba en lo atroz que es el ser humano, en su poder de
destrucción, de (auto)exterminación, de… Acababa de oír en la TV los nuevos
atentados de Bruselas, y supongo que eso es lo que rondaba mi cabezota.
Antes de que volviese la camarera a preguntarme si ya había
decidido mi desayuno, esto se escríbia en mi cerebro:
Hay personas que tienen creencias firmes, tenaces,
acérrimas, se dice a veces para demostrar su fuerza y fogosidad.
Y he pensado que expresado así me parece incorrecto, porque
debería ser “personas con creencias acémilas”.
Yo dudo de todas mis creencias, todos los días, y también de
las tuyas, y de las de todos.
Pero no estoy seguro del todo de lo que acabo de decir. Dudo
también de ello.
Le he lanzado una voz a Bea, la camarera, para decirle que
luego regresaría, a la hora de la cerveza, que parece que me sienta mejor que
el desayuno, y ella me ha devuelto una mirada displicente, pero muy comprensiva
y amable.
Y me he ido mientras en mi cabeza bailaban las palabras acérrimas y las acémilas, las unas
clavándome sus garras sangrientas y las otras pateándome con sus pezuñas torpes
y pesadas.
He vuelto a casa a hacer mermelada de naranja amarga, las
naranjas que me coge en una callejuela de Sarriá mi amigo Ahmed, marroquí bondadoso
y al que le baila la sonrisa en su cara cuadrada y grande.
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