lunes, 6 de noviembre de 2017

Greguerías de un inconformista (XXX).

 
Me he pasado buena parte de la  madrugada en el análisis de por qué desprecio tanto al tiempo verbal llamado gerundio.

Primero he pensado que tal vez sea por su sonoridad apestosa, sonoridad que se concentra en la sílaba (ge)run(dio). Como que no me he quedado convencido he proseguido con mis pensamientos y he llegado a creer que es porque gerundio carece de la vocal a, pero la verdad es que no hace al caso, porque otras palabras sin esa vocal son deliciosas, como por ejemplo birlibirloque, que además de no tener as tampoco tiene us.
Entonces me he inclinado por pensar que al pobre desgraciado tiempo del verbo le pusieron ese nombre de gerundio como aquellos padres desalmados de la España de antes que le ponían al hijo o a la hija el nombre del santo del día, y así nacieron Gúdulas, Priscas, Metodios, Pascasios, Asprenatos, Apolonias, Zósimos y otros semejantes.
Luego he pensado que no, que tampoco es esa la explicación a mi disgusto por el término gerundio y mi aversión por ese tiempo verbal.

Al final, ya con el alba asomada a mi ventana, creo haber dado con la respuesta.
El gerundio es el tiempo verbal que manifiesta la simultaneidad de la acción con el tiempo en que se habla, y tiene dos vertientes en función de la conjugación del verbo, que son las terminaciones iendo y ando (evito ejemplos para no dar entrada en este texto al denostado gerundio).
Y es esa simultaneidad la que me desagrada, porque carece de la experiencia que atesora el hablar del pasado y de la ilusión que conlleva el hablar del futuro, y el pasado y el futuro son estadios de la vida y de las cosas sobre los que suele hablar el escritor.
La instantaneidad del presente es más para los periodistas.

Es por ello que detesto el gerundio.

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