Hoy ya no me dedico a ello, pero durante muchos años la
creatividad y la gestión publicitaria fueron mi ocupación profesional y mi
sustento y el de mi compañera y mis hijos. Imagino que es por esa presión a la
que te somete la publicidad que todavía a veces sueño con el ejercicio de la
actividad y recupero los momentos de angustia y tensión que en sí misma
comporta.
Eso es lo que me sucedió esta pasada noche, y sobre todo en
el tercer sueño (los dos primeros son los que son interrumpidos por la
necesidad de miccionar que tenemos los que ya sobrepasamos una cierta edad),
ese que transcurre entre las cinco y las siete horas del nuevo día.
Soñaba que estaba en la Agencia y tenía sobre la mesa un
briefing que indicaba que nuestro Cliente, un fabricante de aperitivos
diversos, tenía serios problemas con sus bolsas de patatas fritas dada la
fuerte competencia existente en su sector, sector donde se hace difícil valorar
la calidad o las diferencias entre los productos dado que todos son lo que
denominamos un “me too” (es decir, más de lo mismo, para entendernos
fácilmente).
Me parecía evidente que la solución debería pasar o bien por
potenciar la imagen de la marca utilizando los mass-media -y posiblemente en la
creación de un “story-telling” que permitiese continuidad en el desarrollo de
la historia-, o bien en alguna técnica promocional (vales descuento, regalos directos, concursos, sorteos
diversos,…) que destacase el producto sin entrar en excesivos detalles sobre la
propia patata chip y sus valores intrínsecos o añadidos. O puede que la combinación
de las dos estrategias: potenciar la imagen y promocionar el producto.
El briefing contemplaba el presupuesto destinado a la
campaña o a las acciones que pudiesen desarrollarse en el ámbito nacional, y
por supuesto, se especificaba que el presupuesto era muy reducido. Decía
también que habían escogido nuestra Agencia, desestimando en esa ocasión a la
que normalmente les prestaba sus servicios y cubría sus necesidades, dado que
les constaba que nos avalaba nuestra alta creatividad y nuestra inmejorable
originalidad en los mensajes que trasmitíamos al consumidor.
Y yo era el encargado o responsable de dar con esa varita
mágica que incrementase la venta de sus patatas y recuperasen la cuota de
mercado que estaban en peligro de perder, sino estaba ya perdida.
En mi sueño pasaban las horas rápidamente, porque me había
sentado frente al briefing a eso de las 10 h. de la mañana y ya me llamaban
para el almuerzo otros compañeros, y después de comprobar la hora en mi reloj
resultó que eran ya las 14 h.
Y fue entonces cuando
mi vista se fijó en el papel sobre el que reposaba el portaminas con el
que suelo trabajar y comprobé, aunque ya lo sabía, que el papel estaba en
blanco, inmaculado, sin una sola mancha ni nada que se le pareciese.
El DIN A-4 permanecía virgen e impoluto. O no había pensado
nada, o lo que había pensado era nada, es decir, carecía de valor alguno desde
la óptica publicitaria.
En el restaurante empecé a fijarme en los expositores de este tipo de productos que suelen
ubicarse en la barra del bar, junto a la caja registradora, hasta que una
creativa con la que suelo trabajar en muchas ocasiones se fijó en mí y me llamó
la atención diciéndome que ya estaba en pleno proceso de desarrollo de mi
estado obsesivo como suele ser mí costumbre cuando inicio un nuevo trabajo.
Asentí ligeramente con un breve movimiento de mi cabeza, y
dejé de mirar la barra, y al poco tiempo cometí el error de comentar en voz
alta que el bistec me sabía a patatas fritas de bolsa y que lo dejaba porque
estaba asqueroso, con lo que me convertí en el hazme reír de la mesa porque
todos cayeron en la cuenta de que mi obsesión había alcanzado ya cuotas
cercanas a la neurosis, y todo ello en una sola mañana de curro (o de no curro,
porque no había hecho nada, aunque eso me lo guardé y no lo comenté).
Antes de acabar el almuerzo me despedí de mis compañeros con
la estúpida excusa de que había aparecido en mi cabeza una idea que podía ser
interesante y que debía escribirla con urgencia para no olvidarla y poder,
posteriormente, analizarla en detalle. Y por eso regresaba ya mismo a la
Agencia.
Era mentira: no tenía ninguna idea, no tenía nada en la
cabeza, sólo una obsesión que ya me invadía la cabeza entera provocándome esa
sensación conocida de que debía no ya evitar el fracaso, sino que además debía
ser extremadamente brillante cuando presentase mi idea de relanzamiento del
producto. La obsesión ya campaba a sus anchas.
El horror al fracaso me ha atormentado toda mi vida, pero
prefiero pensar que ha sido el motor de mi nivel de exigencia y ello me ha
ayudado a conseguir algunos éxitos profesionales.
Ahora no me importa un pepino el tema, pero parece que
permanece latente en mi subconsciente porque sigue manifestándose en algunas
ocasiones, como esta noche anterior que apareció en forma de sueño de
madrugada.
En la Agencia, vamos, en mi sueño, pasé toda la tarde sin
hacer nada, sin concretar ningún pensamiento si es que lo había tenido, que
creo que no.
Hacia las ocho horas de la tarde decidí regresar a casa, y
al salir de mi despacho tuve la mala suerte de que me topé de nuevo con alguno
de los “creatas” de la Agencia y todos tuvieron la mala leche de preguntarme
cómo me iba con las patatas fritas. Respondí a todos, como sin darle
importancia, que avanzando ya por caminos transitables, pero que aún precisaban
de cierta maduración, mientras en mi interior me decía que era la rabia y la
envidia lo que les carcomía porque todos hubiesen deseado ser los escogidos por
el Cliente para desarrollar esa Campaña. Pero tenían que joderse: el encargo me
lo habían hecho a mí. Pensé, ¡que
os den!
Al encontrarme con el aire frío de la calle sí tuve una
idea.
¡Por fin algo positivo después de toda una jornada de
trabajo!
Me iría de inmediato a un supermercado, o a unos cuantos, y
compraría todas las variedades de bolsas de patatas fritas que encontrase. Me
las llevaría a casa y haríamos, con mi compañera y mis hijos, un test
consistente en ver qué patatas gustaban a cada uno de nosotros y por qué, si
por el gusto, por los diferentes sabores (bacon, páprika, pimentón, jamón,…),
por la cantidad de sal, por el aceite, por la presentación (las hay onduladas,
en forma de palitos, acanaladas,…), por el envoltorio, por las diferentes
promociones que proponían, etc.
Era un test de “ir por casa”, obviamente, pero podía ser
efectivo, porque la experiencia me había enseñado que en muchas ocasiones en la
sencillez está la solución a muchos de los problemas del mundo de la
comunicación.
Lo haríamos esa misma noche, coincidiendo con la cena.
Y lo hicimos. Y cada uno de nosotros dijo la suya, como si
de un brainstorming casero se tratase. Que si el bacon dominaba excesivamente,
que si las que están fritas con aceite puro de oliva parecen mejores, que la
forma clásica es la mejor que el invento de las acanaladas, que las mejores son
las tostaditas en los bordes y algo menos en el centro, que tal vez…
Todos (mi compañera, mis dos hijos y yo mismo) coincidimos
en que el packaging era excesivo, en el sentido de que desea transmitir tanta
información que al final agobia: nombre del producto, nombre de la marca,
principales características, promoción de turno (dos por uno, sorteos, viajes,
cuponing,…), etc., más la información estrictamente legal que el Ministerio de
turno exige a todos los productos de alimentación y gran consumo, y si a todo
eso le añades múltiples colores para llamar la atención en el lineal, pues
resulta un batiburrillo de información que más que ilusionar al consumo dan
ganas de olvidarse del producto y dedicar esfuerzos sólo a los de primera necesidad.
Fue entonces cuando algo llamó la atención de uno de mis
hijos: una bolsa que además tenía una franja de plástico, una tira de unos tres
centímetros de ancho aproximadamente, y que iba desde el cosido superior de la
bolsa hasta el cierre inferior de la misma. Esa tira o cinta se destinaba en el
caso que nos ocupa a destacar la promoción del momento: conserva esta cinta y
cuando tengas una docena introdúcelas en un sobre y remítelas a tal dirección
haciendo constar tu nombre y apellidos, dirección, teléfono de contacto, correo
electrónico, código postal, etc. y participarás en el sorteo de bla bla bla
bla.
La pregunta de mi hijo fue fácil, o tan difícil como la que
puede formular un niño: hacen esta pieza para destacar la promo, ¿verdad,
papá?, pero de la promo ya hablan en la bolsa, por lo que ¿no podría utilizarse
para otra cosa, papá?
Y allí había un camino a explorar. Estaba claro. Estaba tan
claro que por eso no se mostraba en toda su evidencia. Esa pieza debía de
utilizarse con mucha más potencia que ser simplemente una insistencia en la
promoción del momento.
¡Y la idea apareció!
Se dejó ver en mi cabeza y se manifestó en todo su esplendor
al día siguiente en la Agencia.
Esa tira de plástico debía convertirse en un vehículo para
interrelacionar a los consumidores de las patatas fritas.
¿Qué tal empujar al consumidor a que escribiese un breve
mensaje en el espacio reservado para ello y dedicárselo a una persona especial,
o al amigo desconocido, o a quien le de la gana al escritor?
Por ejemplo: un título como encabezamiento del estilo “Dedica
unas palabras a tu ser más querido y lo leerá cuando consuma su bolsa de
patatas (nombre de la marca)”.
Espacio de cinco o seis líneas para el mensaje corto, al
estilo twitter, y leyenda final de instrucciones, al estilo:
Utiliza un bolígrafo
normal o un rotulador de tinta permanente, y después de escribir tu mensaje,
rellena con tus datos personales el dorso de esta tira, y envíala al
Departamento de Atención al Cliente de (nombre de la marca), dirección, ciudad,
C.P., y editaremos tu mensaje en próximas ediciones de nuestras Bolsas de
patatas. Puedes firmar con tu nombre o con el seudónimo que desees. Caso de no
editar tu mensaje en la propia bolsa, cada mes editaremos un “Boletín de los
Mensajes de las Patatas Fritas de (nombre de la marca)” en donde recogeremos la
totalidad de los mensajes recibidos (siempre y cuando no contengan expresiones
malsonantes, insultos,… a criterio de nuestro Dpto. de Atención al Cliente)
para darlos a conocer a todos nuestros consumidores.
Al día siguiente presentamos la idea al Cliente, ¡y les
encantó!
La idea triunfó.
El Departamento de Atención al Cliente recibió miles de
mensajes del estilo “Elena, Quiero casarme contigo. Pepe”, “Marisa, Eres más
adorable que una patata frita. Tu novio”, “Juan, te voy a morder como a esta
pata frita, Carmen”, “Pilar, estás más buena que estas patatas fritas. Tu
cariñito”, “Para mis hijos que son tan saladitos como estas patatas. Mamá
Rosa”, etc.
Y cada mes se editó el Boletín de los Mensajes de las
Patatas Fritas de (nombre de la marca) con todos los mensajes recibidos, y se
distribuía junto con los expositores de las bolsas de patatas en los supers,
hipers, bares y barras de infinidad de puntos de venta.
………………………………………
Proseguía mi sueño desplazándose en su viaje onírico a
varios meses después del lanzamiento de los Mensajes y allí me ocurrió un hecho
inexplicable, absolutamente sorprendente e inesperado.
Me senté en una de mis terrazas habituales para dedicarme a
la noble actividad de la observación del prójimo (aprender del comportamiento
del otro es absolutamente necesario para un publicitario), y solicité a la
camarera mulatita que se acercó para atenderme que me trajese una buena jarra
de cerveza fría pero no excesivamente helada, con lo cual me gané una mirada
del tipo “este imbécil debe pensarse que en los grifos de cerveza de presión se
sirve la cerveza al punto de frío de cada cliente”, pero decidí no darme cuenta
del menosprecio de su mirada. Ya la castigaría de otra forma y en otro momento.
Y el momento apareció de inmediato, pues nada más servirme la cerveza le pedí
que me trajese una bolsa de las patatas fritas de la marca de mi Cliente, y así
la obligué a realizar otro viaje más. La cerveza estaba fría y en el punto
exacto que a mí me gusta, así como mi venganza, que también es, como es sabido
por todos, fría y además se sirve.
Después de unos tragos de cerveza y de consumir media bolsa
de patatas fritas pensé en leer el mensaje que la bolsa llevaría impreso, y fue
cuando me derramé el resto de la jarra por encima de mi bragueta al sol de la
terraza.
El mensaje decía: “Miguel, cariño mío: me encantas cuando
te pones gusanito. Tu amante. Susan.”
Pedí otra jarra de cerveza y otra bolsa de patatas, mientras
la mulata me miraba como diciendo “este gilipollas o se ha meado encima o se ha
tirado la cerveza encima de sus huevos”. En cuanto tuve la segunda bolsa de
patatas en mi mesa corrí a leer el mensaje, y era el mismo: “Miguel, cariño
mío: me encantas cuando te pones gusanito. Tu amante. Susan.”
Mientras me bebía la cerveza a palo seco, porque de las
patatas ya no quería saber nada, empecé a mezclar pensamientos: mi mujer se
llama Susan, y cuando me ve con el careto como enfadado me pregunta muy
cariñosamente si estoy “gusanito” ya que es su forma de describir mi rostro
enfurruñado, ¿Es posible que otra mujer de idéntico nombre de pila utilice el
término “gusanito” para lo mismo que mi mujer?, ¿Tiene Susan un amante llamado
Miguel?, ¿Qué Migueles conozco yo a parte de mi cuñado, el hermano de Susan?,
No, no es posible que Susan me ponga los cuernos y tenga la frivolidad de
utilizar la bolsa de las patatas fritas de mi Cliente para enviar mensajes a su
amante, ¡Si además la idea surgió en casa, y Susan es muchas cosas pero jamás
una cínica!,…..
Me intenté tranquilizar. Pedí otra cerveza. La mulata volvió
a desviar su mirada hacia mi bragueta mientras decía ¿Y también otra bolsa de
patatas?, y yo estuve a punto de contestarle de malos modos porque parecía que
no veía que la segunda ni la había tocado, pero le dije secamente que no, que
no quería más patatas fritas, y diseñé un plan de actuación sigiloso para
descubrir si el mensaje del “gusanito” era de Susan: hablaría con mi Cliente
para que buscase el original del mensaje, la tira de plástico de marras, para
ver la dirección que había hecho constar en el dorso de la tira.
Sí, ese era el plan. Sólo faltaba encontrar la excusa idónea
para justificar mi petición ante mi Cliente sin levantar ningún tipo de
sospechas.
Y de golpe y porrazo me desperté de mi sueño en un mar de
sudor, lágrimas y orines, fugados de mi cuerpo entero, de mis ojos y de mi
vieja vejiga.
Me levanté de la cama tambaleándome como una peonza, me
froté los ojos con fuerza y corrí angustiado a buscar una bolsa de patatas de
mi Cliente en la cocina para ver si el mensaje soñado existía, sin caer en la
cuenta de que yo no compro bolsas de patatas fritas, porque no las consumo ya
que prefiero hacérmelas yo. Me dirigí al cuarto de baño para lavarme la cara
todavía en plena confusión, y sin capacidad para pensar nada mas me metí en una
reconfortante ducha de agua caliente.
Y allí fue donde caí en la cuenta de que todo había sido un
sueño, y también en que mis obsesiones me persiguen hasta el punto de sentir
celos por los devaneos amorosos e inexistentes de mi mujer, que se tornó en
ángel hace ya casi nueve años y que desde las nubes que tiñe de rojo y verde
cada atardecer con su melena y el iris de sus ojos cuida de mis días y de mis
noches.
Pensé que la única manera posible de recuperar mi vida junto
a ella era en mis sueños, y eso tranquilizó mi espíritu porque a veces creo que
bordeo la locura del expublicitario atormentado por la nostalgia del amor.
Aún así, creo que cada vez que vea una bolsa de patatas
fritas no podré resistir la tentación de ver si en la misma hay algún mensaje
secreto de Susan para mí.
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