Carretera recta de asfalto gris en el camino de Ur a Llívia.
A mi izquierda un prado cercado con hilo electrificado de un
verde parduzco moribundo porque hace más de un par de semanas que no llueve ni
nieva.
Vacas.
Negras, marrones, pardas, rubias, blancas mugre.
Todas pastando. Lentamente. Rumiantes de la lentitud.
Solitarias.
Equidistantes. Casi en geometría perfecta. Distan la una de
la otra como los cuadros de un tablero de ajedrez.
Parece un campo de refugiados desconocidos de la Europa del
este.
Lóbrego. Oscuro. Negro. Solemne.
Algún mirlo negro sobrevuela la zona como carroñero al
acecho.
Una sábana de tristeza me cubre antes de parar mi automóvil
para observarlas más detenidamente. Me bajo de mi viejo cuatro por cuatro para
acercarme a ellas.
La luz del atardecer acentúa la tristeza bajo un cielo
encapotado de nubes agoreras.
El frío que anuncian en las televisiones que está al caer
empieza a sentirse en el ambiente.
En mis manos brota el relente.
Nos miramos. Bovinamente. Estúpidamente.
Ellas no hacen nada, sólo respiran.
Yo me estremezco fríamente.
Pienso en su mirada. No es estúpida, me parece suplicante de
no sé qué.
Tal vez de libertad, tal vez de muerte.
Oigo a lo lejos el ruido del tráfico de una carretera muy
distante, a pesar de que el asfalto está muy cerca.
Sonido lejano y discontinuo.
Todo está ausente del drama del bovino, y mis pensamientos
también se ausentan ante el vuelo de un mochuelo negro como la caída de la
noche.
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