sábado, 25 de noviembre de 2017

Greguerías de un inconformista (XXXVII).


Carretera recta de asfalto gris en el camino de Ur a Llívia.
A mi izquierda un prado cercado con hilo electrificado de un verde parduzco moribundo porque hace más de un par de semanas que no llueve ni nieva.
Vacas.
Negras, marrones, pardas, rubias, blancas mugre.
Todas pastando. Lentamente. Rumiantes de la lentitud.
Solitarias.
Equidistantes. Casi en geometría perfecta. Distan la una de la otra como los cuadros de un tablero de ajedrez.
Parece un campo de refugiados desconocidos de la Europa del este.
Lóbrego. Oscuro. Negro. Solemne.
Algún mirlo negro sobrevuela la zona como carroñero al acecho.

Una sábana de tristeza me cubre antes de parar mi automóvil para observarlas más detenidamente. Me bajo de mi viejo cuatro por cuatro para acercarme a ellas.
La luz del atardecer acentúa la tristeza bajo un cielo encapotado de nubes agoreras.
El frío que anuncian en las televisiones que está al caer empieza a sentirse en el ambiente.
En mis manos brota el relente.

Nos miramos. Bovinamente. Estúpidamente.
Ellas no hacen nada, sólo respiran.
Yo me estremezco fríamente.
Pienso en su mirada. No es estúpida, me parece suplicante de no sé qué.
Tal vez de libertad, tal vez de muerte.

Oigo a lo lejos el ruido del tráfico de una carretera muy distante, a pesar de que el asfalto está muy cerca.
Sonido lejano y discontinuo.
Todo está ausente del drama del bovino, y mis pensamientos también se ausentan ante el vuelo de un mochuelo negro como la caída de la noche.

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