viernes, 18 de octubre de 2013

Tiempo de olores, sabores y colores.


No la encontré nunca y pienso que no la hallaré jamás.
Tal vez sólo existía en mis ensoñaciones oníricas.
En este tiempo de olores y sabores tostados y de los primeros guisos y de sopas y potajes reconfortantes, la buscaba por las calles del Ensanche barcelonés y mi guía eran los olores dulzones de las castañas y los boniatos y el aroma de sus mugrientas y roñosas mantas que transitaba doblando las esquinas hasta penetrar en narices de aristócratas, burgueses, empleados, peluqueras, dependientes, colmados y también en el Mercado de la Concepción tras batir y doblegar las fragancias de las flores de las coronas fúnebres de Navarro.

Buscaba a esa castañera entrañable de ropas negras y grises, de pañuelo en la cabeza y guantes amputados para guardar el tacto de los dedos negros del polvo de carbón de su cocedero de castañas y del papel de los periódicos que preservan el fruto cocido, para aspirar la fragancia de sus tubérculos y de los frutos del árbol otoñal.
Allí, con el calor del hierro del brasero de castañas y boniatos y del humo que oreaba al levantar la manta, soñaba que hundía mi cabeza en sus pechos generosos y cálidos que me proporcionarían la protección que las rachas de aire fresco me reclamaban.
Entonces anhelaba ser el compañero mancebo de la castañera para gozar de su cercanía y de su tacto áspero y correoso que convivía con su sonrisa dulce de batata rosa de Málaga.
Pero al poco regresaba a la casa sólo con olores y sabores y algún improperio de la castañera que me decía que me retirase porque le ocupaba el espacio de sus clientes, y mientras el ascensor de la finca escalaba hasta el tercero segunda pensaba en el enigma ininteligible del infinito y la turbación que eso provocaba en mi pensamiento. A veces transcurría más de una hora entre los ascensos y descensos que la caja del ascensor y yo compartíamos mientras mi mente buscaba explicación a esa extraña relación que establecía entre infinito y ascensor, hasta que aparecía la Vicenta y me gritaba con su voz estridente que o subía o bajaba o qué hacía pero que dejase ya de marear al decrépito pero elegante y señorial ascensor de la calle Mallorca. Le respondía que practicaba para ser ascensorista, que esa era mi ambición de futuro y la Vicente me miraba con su cara descreída y gesticulando cos sus manos de raíces retorcidas me insistía en que dejase el juego porque ya era suficiente.

Ahora, en la edad madura, de la decadencia de la hermosura que es cuando la vida se desnuda, en estos tiempos de setas y hongos y boletos,  de “rovellons, ceps, peus de rata y rosignols y llenegues”, de tonalidades rojizas y anaranjadas y ocres, de árboles de hojas del color del plátano maduro, de higos frescos y hojas de la higuera que bridarán la conserva de la carne de caza, de miel y frutos secos y silvestres y del membrillo y las infusiones, en esta época en que a mi madre le regalaba “niçes, xocolata i marrón glacé”, en estos meses de erre de ostra gallega y de marisco, de asados de pavo y pichón y perdiz y faisán, y también de recogimiento y melancolía, es cuando contemplo la placidez de la luna del atardecer y me imagino el otoño  como una mujer bellísima de piel leve y sedosa y cabellera bruna vestida con un traje de mangas cortas y falda ceñida de color albaricoque a la que espera un automóvil de color verde musgo con el que parte en búsqueda de las tierras blancas que la acompañarán en el regreso con fuego ausente de brasas pero pleno de lumbre de la madera muerta del hogar.

Otoño, rojo otoño, otoño de olores, sabores y colores.

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