No la encontré nunca y pienso que no la hallaré jamás.
Tal vez sólo existía en mis ensoñaciones oníricas.
En este tiempo de olores y sabores tostados y de los
primeros guisos y de sopas y potajes reconfortantes, la buscaba por las calles
del Ensanche barcelonés y mi guía eran los olores dulzones de las castañas y
los boniatos y el aroma de sus mugrientas y roñosas mantas que transitaba
doblando las esquinas hasta penetrar en narices de aristócratas, burgueses,
empleados, peluqueras, dependientes, colmados y también en el Mercado de la
Concepción tras batir y doblegar las fragancias de las flores de las coronas
fúnebres de Navarro.
Buscaba a esa castañera entrañable de ropas negras y grises,
de pañuelo en la cabeza y guantes amputados para guardar el tacto de los dedos
negros del polvo de carbón de su cocedero de castañas y del papel de los
periódicos que preservan el fruto cocido, para aspirar la fragancia de sus
tubérculos y de los frutos del árbol otoñal.
Allí, con el calor del hierro del brasero de castañas y
boniatos y del humo que oreaba al levantar la manta, soñaba que hundía mi
cabeza en sus pechos generosos y cálidos que me proporcionarían la protección
que las rachas de aire fresco me reclamaban.
Entonces anhelaba ser el compañero mancebo de la castañera
para gozar de su cercanía y de su tacto áspero y correoso que convivía con su
sonrisa dulce de batata rosa de Málaga.
Pero al poco regresaba a la casa sólo con olores y sabores y
algún improperio de la castañera que me decía que me retirase porque le ocupaba
el espacio de sus clientes, y mientras el ascensor de la finca escalaba hasta
el tercero segunda pensaba en el enigma ininteligible del infinito y la
turbación que eso provocaba en mi pensamiento. A veces transcurría más de una
hora entre los ascensos y descensos que la caja del ascensor y yo compartíamos
mientras mi mente buscaba explicación a esa extraña relación que establecía
entre infinito y ascensor, hasta que aparecía la Vicenta y me gritaba con su
voz estridente que o subía o bajaba o qué hacía pero que dejase ya de marear al
decrépito pero elegante y señorial ascensor de la calle Mallorca. Le respondía
que practicaba para ser ascensorista, que esa era mi ambición de futuro y la
Vicente me miraba con su cara descreída y gesticulando cos sus manos de raíces
retorcidas me insistía en que dejase el juego porque ya era suficiente.
Ahora, en la edad madura, de la decadencia de la hermosura
que es cuando la vida se desnuda, en estos tiempos de setas y hongos y boletos, de “rovellons, ceps, peus de rata y
rosignols y llenegues”, de tonalidades rojizas y anaranjadas y
ocres, de árboles de hojas del color del plátano maduro, de higos frescos y
hojas de la higuera que bridarán la conserva de la carne de caza, de miel y
frutos secos y silvestres y del membrillo y las infusiones, en esta época en
que a mi madre le regalaba “niçes, xocolata i marrón glacé”, en estos meses de
erre de ostra gallega y de marisco, de asados de pavo y pichón y perdiz y
faisán, y también de recogimiento y melancolía, es cuando contemplo la placidez de la luna del
atardecer y me imagino el otoño como
una mujer bellísima de piel leve y sedosa y cabellera bruna vestida con un
traje de mangas cortas y falda ceñida de color albaricoque a la que espera un automóvil
de color verde musgo con el que parte en búsqueda de las tierras blancas que la
acompañarán en el regreso con fuego ausente de brasas pero pleno de lumbre de
la madera muerta del hogar.
Otoño, rojo otoño, otoño de olores, sabores y colores.
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