Hoy me encontré por casualidad y de forma inesperada con un
viejo amigo de mi época de estudiante universitario, y sentados en uno de mis
miradores habituales me preguntó qué había sido de mi vida en los últimos
cuarenta años.
Iba a iniciar mi narración de mi trayectoria profesional
después de respirar profundamente durante unos breves segundos que debían de
servirme para ordenar mi cabeza y mi exposición cuando se me cruzó una nube
espesa de algodón mullido en mi cerebro, y le respondí que fui un buen
compañero y amante de mi compañera fallecida hace seis años y medio, después un
mal amante de una zamorana que me quiso conocer porque algo que tal vez no
podía ofrecerle intuyó en mí equivocadamente y en la que deseé perderme con
toda la intensidad que siempre me acompaña, y también fui un buen amigo y en
toda circunstancia de aquellos a los que quiero y adoro y que creo se llaman
amigas y amigos.
Me pareció que no me entendió en absoluto, porque después de
poner la boca en forma de o mayúscula, o sea O, sorbió de un trago largo y
rápido su caña de cerveza, se disculpó por una reunión inmediata que a buen
seguro no existía, y se marchó presuroso y sin excesivas ni calurosas
despedidas.
A mí no se me ocurrió, para evitar su O bucal y su partida
devolverle la pregunta e interesarme por qué había sido de su vida en los
últimos cuarenta años.
De regreso a casa en mi Mitsubishi todo terreno me crucé con
un camión que en la visera protectora del sol frontal que da en la cara se leía
“Hnos. Colorín”, y yo añadí “colorado” en voz alta y para mí solo porque nadie
viajaba conmigo, aunque realmente no hacía falta porque hacía de ello ya
cuarenta años.
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