En muchas ocasiones yo mismo me hincho a críticas por mi
incapacidad por desechar cosas de casa, por mi obsesión irrefrenable por guardarlo
todo, absolutamente todo.
Pues bien, hoy he tenido una enorme satisfacción.
Entre papeles y más papeles con los que yo trajinaba en las
estanterías de mi biblioteca, me he encontrado con un artículo del desaparecido
“El Noticiero Universal” de fecha 16 de marzo de 1967, firmado por un tal Juan
Delmar y titulado como este artículo.
Al leerlo recordé de forma instantánea que esa historia que
relata el articulista yo se la había oído contar a mi padre en diversas
ocasiones.
La escena se sitúa en el Paseo de Mar de Vilassar de Mar,
también llamado por algunos lugareños Paseo de las Palmeras, que estaba
pendiente de que el Ayuntamiento aprobase y acometiese una reurbanización a
consecuencia del creciente tráfico rodado.
Al parecer, un veraneante solicitó al Consistorio comprar o
bien sustituir un banco de travesaños de madera de color verde oscuro ya que en
ese banco concreto y específico le había pedido la mano a su novia, quien
después fue su esposa y la madre de sus hijos tras prometerse amor eterno en
ese banco frente al mediterráneo.
El Ayuntamiento accedió y ese amante trasladó el banco a su
jardín del Pasaje Fontanelles del barcelonés barrio de Sarriá.
Esta historia de intenso perfume romántico me la explicaba
mi padre, a mí y a mis hermanos, porque el comprador del banco fue Paco Riera i
Clariana, mi abuelo, y la mujer a la que cortejaba era Montserrat Martí i
Monteys, mi abuela Montse.
En ese banco me senté yo infinidad de ocasiones en el jardín
de mis
abuelos, y recuerdo que el abuelo Paco hizo instalar una
plaquita de cobre o bronce en uno de los travesaños del respaldo recordando la
fecha en la que pidió la mano de su amada.
Estuvieron siempre juntos, porque mi abuelo, que era
arquitecto, trabajaba en un despacho en su propia casa, y cuando a causa del
glaucoma perdió la vista cuando tenía sobre los cincuenta años de edad, y no
puedo proseguir con su profesión ni practicar sus aficiones favoritas (las
motos y la pintura a la acuarela, ambas necesitadas de una buena visión), se
dedicó a amar a su mujer y a dejarse amar por ella, que siempre estuvo a su
lado aunque sólo fuese para dar lustre a sus zapatos, que era una de sus
obsesiones a pesar de no verlos, cuando sus nietos, ente ellos yo mismo, se los
pisábamos para que se cabrease y lanzase al viento pequeños sapillos porque no
llegaban a adquirir la categoría de tacos, mientras nosotros nos tronchábamos
silenciosamente de la risa que nos daba su enfado.
El primer año y medio de mi vida mis padres y yo vivíamos en
esa casa, porque la casa de la calle Mallorca estaba en obras y hasta la
finalización de las mismas mis padres no se trasladaron al que ya sería su
hogar definitivo.
Estoy convencido de que ese perfume romántico de mi abuelo
se me instaló en mi cuerpo, y también la sensibilidad y la nostalgia que le
provocó la ceguera, y ya nunca me han abandonado porque las raíces son tan
profundas como el amor de mi abuelo Paco por su “ben plantada”, como diría uno
de sus contemporáneos, Eugeni D’Ors, “Xenius”.
Gracias por la historia. Probablemente es aceptable guardar cosas mientras no lleguen a agobiar o perturbar la vida presente. De M. JuanCarlos DeVierna CarlesTolra.
ResponderEliminarNo sabía que leías mi Blog. Lo celebro y gracias por tus comentarios.
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