sábado, 27 de junio de 2015

Sueño de murciélagos.

 
Esta pasada noche no había forma de conciliar el sueño.

También es verdad que unas horas antes de acostarme estuve a punto de caerme en una poza de agua, agua que pretendía canalizar hacia mi pequeña huerta para regalarle a las ensaladas, cebollas, ajos, y pepinos un buen riego, y cometer no un accidente si no una estupidez más de las que acostumbro últimamente.
Me asusté, de veras que me asusté, y quiero suponer que el susto se me metió tan adentro de mí que me intranquilizó el sueño.

Al final, ya apuntando la madrugada, me dormí.
Y fue peor.

Tuve una pesadilla que todavía me hace temblar, y eso que hace más de cuatro horas que me levanté para ducharme y afrontar este nuevo día canicular.

Toda mi habitación estaba llena de murciélagos y todos volaban salvo unos cuantos de cientos que permanecían en esa inverosímil posición cabeza abajo colgados de vetustas y tupidas y sucias telas de araña.
Los murciélagos son animales ciegos, y se guían por el oído para no darse de bruces con todo lo que encuentran en sus vuelos desordenados, como si el oído fuese un radar que detecta los obstáculos, pero a mí, que en el sueño estaba donde realmente estaba, en la cama, me daban un sinfín de golpetotes como si su radar o su oído no me identificasen como obstáculo a salvar en su vuelos de despropósitos, porque nadie me negará que el vuelo de un murciélago es como esquizofrénico y como carente de rumbo.
Yo intentaba apartarlos a manotazos y con golpes de la cabeza al aire de mi habitación, pero era imposible porque chocaban contra mí miles de esos desalmados alados.

Encontré una posible solución al pensar en medio de la confusión que me atormentaba que contra mi cuerpo no chocaban, por lo que, pensé, si me introducía totalmente debajo del edredón tal vez dejarían de golpearme, y así sucedió porque la historia funcionó.
Los murciélagos y su radar situado en sus pronunciadas orejas peludas detectaban el bulto que conformábamos el colchón y el edredón y yo debajo, y no se daban de morros contra esa unidad de bulto.

Me adormecí con cierta facilidad, porque poco había dormido y eso que ya el alba abrazaba mi estancia, pero me despertó el pensamiento angustioso, frío y viscoso como el chapapote de que si cuando mi cabeza sobresalía del edredón y los murciélagos topaban conmigo obedecía, tal vez,  al hecho de que desde hace unos años me abandonan las mujeres de mi vida, y ello comporta que mi yo esté ausente, o sea una sombra como mucho, y por eso no me detectaban los alados nocturnos.

Me dije a mí mismo golpeándome con la palma de la mano en la frente que no, que basta ya de elucubraciones rizadas y por ello retorcidas, y me volví a adormecer pensando que los murciélagos gozan del favor de tener las cinco vocales del alfabeto en su nombre, y fue entonces cuando uno de ellos se introdujo en mi edredón y se rió histéricamente, mientras yo sufría un ataque paranoico de terror, porque lo vi de cerca y era muy, pero que muy feo, y además con pinta de lobo feroz y a mí se me fue de sopetón el sueño como a una caperucita roja cualquiera.

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