Una noche, hace ya casi un año, tuve un sueño.
Un sueño precioso.
Una mujer aparecía en mi casa del pueblo en el que vivía,
que en realidad no es un pueblo porque es un barrio pero huele como un pueblo y
por eso me gusta y mucho, y esa mujer viajera era una recién llegada de una
ciudad que no es imaginaria, aunque en los sueños domina la imaginación.
El sueño era una maravilla de alegría.
Es el sueño que desde entonces persigo con ahínco todas las
noches de mi vida. De la vida que vivo y de la que me imagino, que es mucho más
divertido.
Mientras buscaba la postura ideal entre mis sábanas apareció
en mi duermevela una morena que me observaba con cierta curiosidad y mayor
estupefacción, tal vez porque cuando decidió viajar a mi pueblo desconocía lo
que se encontraría.
Yo no sabía, en mi ensoñación, ni siquiera dónde estaba
hasta que ella llegó a mí y descubrí entonces que aquella era mi casa de
Sarriá.
Y de pronto, la casa estaba repleta de flores amarillas
porque la niña no se cuándo ni dónde me decía entre risas que adivinara que la
rosa mosqueta era su flor preferida, y como por arte de magia muchas flores
amarillas inundaron la casa con sus perfumes, sus olores y su color de sol de
día de verano iluminado.
Y entonces, ella me mostró con una timidez perturbadora sus
ojos de brillo oscuro y de párpados algo tristes y de sombras grises
acompañando pupilas intensas que bailaban juguetonas en su carita expectante.
Y como en un relámpago de luz intensa pero sin el estruendo
del romper del trueno también me enseñó sus dientes blancos, muy blancos, que
mordían con la ligereza de la niña traviesa una lengua rosada que humedecía sus
labios de rubí carmesí, y que danzaban en la sonrisa de la sana malicia de la
provocación dulce de mujer serena y atrevida.
Ella movía su cuerpo en un ligero vaivén de chica nerviosa
porque sabe que está en examen, con las manos escondidas que no sabía dónde las
metía, con el mentón bajo y las mejillas encendidas, y la traicionaba la
complicidad de su mirada.
Y yo, sin casi presentarme ni mostrarle mi casa que me
acerco y le doy un beso comprometido de cocodrilo, de los de frente con frente
y en sus cálidos labios.
¡En los sueños se hace lo que en la realidad es atrevimiento
prohibido!
Y como siento que lo acepta y lo admite en el vibrar de su
cuerpo entero, prosigo con mi acercamiento y le planto en su boca trémula el
beso ruso, porque quería ya mismo su lengua rosada en contacto con la mía.
Cenamos en la cocina de un Restaurante entre cocineros y
cocidos y mientras comíamos en la certeza de que todo eran manjares mimados por
manos expertas y limpias nos explicamos un poco quienes éramos. Y entre sorbo y
sorbo de un buen vino tinto nos reíamos y nos mirábamos divertidos de saber
cosas el uno del otro porque en el amor que allí se masticaba hay intuiciones
que precisan de pocas explicaciones.
Esa noche de destellos de estrellas y de luna plateada, que
me contemplaban disimulando sus sonrisas por mis azaramientos, recorrí con
lentitud toda la geografía de su piel de porcelana.
Amisté con todos los suaves pliegues de su cuerpo, los
recónditos y los que a todos se muestran. Besé su intimidad con la pasión
enervada de un alma olvidada. Lamí esperanzas para cicatrizar heridas. La amé
con mi espíritu antes que con el sexo y como yo sé que puedo amar a una mujer
bella.
Y así transcurrió toda una noche en la que mis sueños
abandonaron lágrimas y ansiedades con las excitaciones de los ojos y los labios
de un cuerpo que también conoció sufrimientos y en nuestros apasionados roces
acompañamos el desvanecerse de nuestros temores.
Cuando en un sobresalto de madrugada recuperé parte de la
consciencia perdida entre besos y frases susurradas con el sofoco de la
proximidad de los alientos, a mi lado yacía una rosa color mosqueta que
inclinaba su tallo hacia mi pecho inundado de los sudores del amor, y percibí
el ritmo de mi corazón sobrecogido porque la rosa me miraba con unos ojos
negros tiernos como un suspiro.
¿O también esa mirada de la rosa que amanecía junto a mí era parte de mi sueño?
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