Estoy tomando una caña en el Bar-Restaurante “El Coto” de
Tarancón, en la provincia de Cuenca, que es donde viven y trabajan mi hijo
Aleix, su mujer Alicia y mi nieta Susana, según ella Tutana, porque tiene tres
añitos y las eses, y si van encadenadas en sílabas consecutivas más, se le
resisten un poquito.
Me atienden la propietaria Rafi, gaditana pero que residió
muchos años en Terrassa en Barcelona, y la empleada rumana, Gabriela.
Cariñosas las dos conmigo. Atentas. Serviciales.
A veces a la Rafi le redacto la carta del menú del día en su
portátil e intento hacerla creativa y algo divertida: “Canelones de carne de
ternera con la energía de la Rafi y de la Mancha”, “Patatas panadera con
pimientos rojos del copón que están no buenos sino benditos”, “Manos de
Ministro bien lavadas después de tocar mucha pasta y con los recortes para
deshuesar bien hechos”,… y cosas así que provocan risas en la Rafi y en
Gabriela y también en alguno de los comensales de diario que son sus clientes
habituales.
Mientras pienso en qué puedo comer, porque hoy me quedo ahí
y además ya son las dos pasadas y a esa hora yo no perdono ni que no tenga
hambre, entra una pareja que parecen matrimonio de unos sesenta y pico años, no
muchos más, y piden mesa para comer.
Por mi parte me decido y pido unos huevos estrellados con un
buen jamón ibérico acompañados de una botellita de un Ribera del Duero en honor
a una buena amiga de esas tierras adentro. Por solidaridad con la ribereña.
Mientras espero mi plato y el vino y doy cuenta de los
restos de la caña, hojeo La Vanguardia, que Riánsares me guarda todos los días
en su quiosco de la Avenida Cervantes.
Y doy con una foto en que aparece una mujer de melena lisa
del color del cobre, y la vista se me enreda inmediatamente en ese pelo y mis
pupilas buscan descubrir si las suyas son del mismo verde que la de unos ojos
que me acariciaron mientras estudiaba, mientras trabajaba, mientras triunfaba y
mientras fracasaba, mirándome con ternura infinita cuando la alegría me
desbordaba y con penetrante exigencia cuando se me quebraba la voluntad de
luchar y la ira ciega me asolaba.
Se trata de Julianne Moore, candidata al Oscar por “Siempre
Alice”.
La foto, de mala calidad por el soporte de pasta del papel prensa
me fascina y me subyuga, como cuando veo melenas rojizas por la calle y de
pronto me encuentro siguiendo los pasos de esa mujer sin ningún motivo más que
idear alguna estrategia para poder gozar del tacto de esa cabellera. Nunca lo
he conseguido, salvo en el metro, porque vas ensardinado y los continuos
vaivenes permiten algunas cosas impensables en otras circunstancias, donde he
logrado rozar con las yemas de mis dedos cabellos rojos preciosos brillantes,
mates, espesos y claros, matizados y moteados, largos y cortos, rizados y lisos
de melenas de mujer.
Me dicen, muchos, demasiados, que debería ya empezar a
olvidar esos recuerdos que me dañan el alma, pero yo sólo respondo, a mí casi
siempre y en exclusiva, que no quiero perder la memoria ni los recuerdos porque
son ellos los que nos ayudan a definir quiénes somos.
Se rompe momentáneamente mi ensoñación cuando aparece el
plato de huevos estrellados, pero el color de la yema del huevo, de la clara
cocida, el dorado y ahora intenso rojo del jamón estriado me devuelven de forma
un tanto prosaica a mis pensamientos, pero de forma breve porque la camarera
Gabriela se dirige a tomar nota del pedido a la mesa de la pareja que hace unos
minutos entró en “El Coto”, y eso distrae mi atención.
Él pide una pata de cordero al horno y ella sepia con
patatas, y agua y vino tinto de la casa para compartir.
Mi mente no se bien dónde está pero capta un detalle que
surge como una chispa desde la mesa de mis compañeros comensales. El hombre le
pide a ella que por favor le remangue la camisa de su brazo derecho y en cuanto
ella inicia la operación con una delicadeza que me provoca una medio sonrisa
placentera en mi rostro caigo en la cuenta de que el hombre tiene el brazo y la
mano completamente inmóvil, falto de musculatura, muerto.
Mi cabeza me dice que en algún momento sufrió un ictus y le
paralizó ese brazo inanimado que cuelga a su costado.
Me fascina la ilusión y la alegría plácida y tranquila con
la que ella le dobla la camisa hasta llegar a la altura del codo, aunque otro
destello de sorpresa me salta en la cabeza y que todavía no acierto a entender.
La foto de Julianne Moore con su melena veteada de rojo y
rubio y tonos cobrizos sigue en la página de La Vanguardia y ahora parece que
es ella la que me observa a mí y no al revés. Su mirada es dulce y lenta.
Esponjosa. De humedad tibia.
Al girar de nuevo la mirada hacia la mesa vecina el destello
detectado se muestra con claridad. Ahora es él quien le remanga la manga de la
camisa del brazo derecho a ella, porque su brazo presenta la misma languidez
que el del hombre, con una mano de dedos alargados y algo curvados hacia el
interior juntándose como en piña por su inmovilidad. Ella también debió sufrir
un ictus y en el mismo brazo de su hombre. Tal vez por solidaridad, o ese
pensamiento aletea ahora por mi cabeza como una golondrina en vuelo rasante.
Él también muestra paciencia y afecto mientras se afana en
una simple operación pero que realizarla con una sola mano y brazo presenta
ciertas complicaciones.
Se sonríen delicadamente y se desean buen provecho porque
Gabriela ya se acerca con sus dos platos humeantes avisando de que cuidado que
queman.
Devoro mis huevos estrellados antes de que en enfrían y
pierdan su sencilla exquisitez
mientras Julianne Moore me contempla con un cariño que a veces no correspondo
porque mis ojos se desvían a la mesa de mis vecinos del ictus solidario, y
alucino cuando observo que mientras ella mantiene el tenedor clavado en el
pedazo de sepia el lo corta para ella, y después ella corta un pedazo de la
carne de la pata del cordero mientras él lo sujeta con su tenedor.
Procuro no fijar mi mirada descarada en ellos porque me
viene el recuerdo de cuando mi ángel me decía que mis observaciones podían
llegar a causar cierta desazón en los demás, porque eran obsesivas y fijas y
persistentes y constantes. Y tenía razón ella, porque siempre he pecado de ser
algo excesivo. También la mirada observadora. En todo. No lo puedo evitar.
Por eso ahora me centro en la foto de la Moore y pienso que
por solidaridad ella podría estar conmigo, o yo con ella, o que así me gustaría
que fuese, y se me humedecen los ojos, y entonces soy yo el que me veo
observado porque creo que me he sorbido con algo de ruido mis mocos y he
llamado la atención de los medio mancos pero completos y llenos de amor, y me
da vergüenza y me escondo en el servicio para enjuagarme las lágrimas y
recuperar la serenidad de un comensal cualquiera que está en un restaurante
cualquiera de un pueblo cualquiera de los muchos que hay por esas tierras por
las que busco a personas solidarias que desprenden amor como mis vecinos de
mesa.
Pido un café, cierro el periódico y Julianne Moore
desaparece, pagan la cuenta mis vecinos y se van agarraditos, y yo me quedo
solo dando vueltas en la noria de mi cabeza a ictus, a cariños desde el
silencio y la complicidad, a melenas de mujer del color del cobre viejo, a
patas de cordero y sepias a la plancha troceados a dos manos de dos cuerpos
diferentes, y a huevos estrellados regados con un excelente Ribera del Duero
que solicité por solidaridad con una ribereña.
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