martes, 20 de enero de 2015

Una historia solidaria con huevos estrellados.

 
Estoy tomando una caña en el Bar-Restaurante “El Coto” de Tarancón, en la provincia de Cuenca, que es donde viven y trabajan mi hijo Aleix, su mujer Alicia y mi nieta Susana, según ella Tutana, porque tiene tres añitos y las eses, y si van encadenadas en sílabas consecutivas más, se le resisten un poquito.
Me atienden la propietaria Rafi, gaditana pero que residió muchos años en Terrassa en Barcelona, y la empleada rumana, Gabriela.
Cariñosas las dos conmigo. Atentas. Serviciales.
A veces a la Rafi le redacto la carta del menú del día en su portátil e intento hacerla creativa y algo divertida: “Canelones de carne de ternera con la energía de la Rafi y de la Mancha”, “Patatas panadera con pimientos rojos del copón que están no buenos sino benditos”, “Manos de Ministro bien lavadas después de tocar mucha pasta y con los recortes para deshuesar bien hechos”,… y cosas así que provocan risas en la Rafi y en Gabriela y también en alguno de los comensales de diario que son sus clientes habituales.

Mientras pienso en qué puedo comer, porque hoy me quedo ahí y además ya son las dos pasadas y a esa hora yo no perdono ni que no tenga hambre, entra una pareja que parecen matrimonio de unos sesenta y pico años, no muchos más, y piden mesa para comer.

Por mi parte me decido y pido unos huevos estrellados con un buen jamón ibérico acompañados de una botellita de un Ribera del Duero en honor a una buena amiga de esas tierras adentro. Por solidaridad con la ribereña.

Mientras espero mi plato y el vino y doy cuenta de los restos de la caña, hojeo La Vanguardia, que Riánsares me guarda todos los días en su quiosco de la Avenida Cervantes.
Y doy con una foto en que aparece una mujer de melena lisa del color del cobre, y la vista se me enreda inmediatamente en ese pelo y mis pupilas buscan descubrir si las suyas son del mismo verde que la de unos ojos que me acariciaron mientras estudiaba, mientras trabajaba, mientras triunfaba y mientras fracasaba, mirándome con ternura infinita cuando la alegría me desbordaba y con penetrante exigencia cuando se me quebraba la voluntad de luchar y la ira ciega me asolaba.

Se trata de Julianne Moore, candidata al Oscar por “Siempre Alice”.
La foto, de mala calidad por el soporte de pasta del papel prensa me fascina y me subyuga, como cuando veo melenas rojizas por la calle y de pronto me encuentro siguiendo los pasos de esa mujer sin ningún motivo más que idear alguna estrategia para poder gozar del tacto de esa cabellera. Nunca lo he conseguido, salvo en el metro, porque vas ensardinado y los continuos vaivenes permiten algunas cosas impensables en otras circunstancias, donde he logrado rozar con las yemas de mis dedos cabellos rojos preciosos brillantes, mates, espesos y claros, matizados y moteados, largos y cortos, rizados y lisos de melenas de mujer.
Me dicen, muchos, demasiados, que debería ya empezar a olvidar esos recuerdos que me dañan el alma, pero yo sólo respondo, a mí casi siempre y en exclusiva, que no quiero perder la memoria ni los recuerdos porque son ellos los que nos ayudan a definir quiénes somos.

Se rompe momentáneamente mi ensoñación cuando aparece el plato de huevos estrellados, pero el color de la yema del huevo, de la clara cocida, el dorado y ahora intenso rojo del jamón estriado me devuelven de forma un tanto prosaica a mis pensamientos, pero de forma breve porque la camarera Gabriela se dirige a tomar nota del pedido a la mesa de la pareja que hace unos minutos entró en “El Coto”, y eso distrae mi atención.

Él pide una pata de cordero al horno y ella sepia con patatas, y agua y vino tinto de la casa para compartir.

Mi mente no se bien dónde está pero capta un detalle que surge como una chispa desde la mesa de mis compañeros comensales. El hombre le pide a ella que por favor le remangue la camisa de su brazo derecho y en cuanto ella inicia la operación con una delicadeza que me provoca una medio sonrisa placentera en mi rostro caigo en la cuenta de que el hombre tiene el brazo y la mano completamente inmóvil, falto de musculatura, muerto.
Mi cabeza me dice que en algún momento sufrió un ictus y le paralizó ese brazo inanimado que cuelga a su costado.
Me fascina la ilusión y la alegría plácida y tranquila con la que ella le dobla la camisa hasta llegar a la altura del codo, aunque otro destello de sorpresa me salta en la cabeza y que todavía no acierto a entender.

La foto de Julianne Moore con su melena veteada de rojo y rubio y tonos cobrizos sigue en la página de La Vanguardia y ahora parece que es ella la que me observa a mí y no al revés. Su mirada es dulce y lenta. Esponjosa. De humedad tibia.

Al girar de nuevo la mirada hacia la mesa vecina el destello detectado se muestra con claridad. Ahora es él quien le remanga la manga de la camisa del brazo derecho a ella, porque su brazo presenta la misma languidez que el del hombre, con una mano de dedos alargados y algo curvados hacia el interior juntándose como en piña por su inmovilidad. Ella también debió sufrir un ictus y en el mismo brazo de su hombre. Tal vez por solidaridad, o ese pensamiento aletea ahora por mi cabeza como una golondrina en vuelo rasante.
Él también muestra paciencia y afecto mientras se afana en una simple operación pero que realizarla con una sola mano y brazo presenta ciertas complicaciones.
Se sonríen delicadamente y se desean buen provecho porque Gabriela ya se acerca con sus dos platos humeantes avisando de que cuidado que queman.

Devoro mis huevos estrellados antes de que en enfrían y pierdan su sencilla  exquisitez mientras Julianne Moore me contempla con un cariño que a veces no correspondo porque mis ojos se desvían a la mesa de mis vecinos del ictus solidario, y alucino cuando observo que mientras ella mantiene el tenedor clavado en el pedazo de sepia el lo corta para ella, y después ella corta un pedazo de la carne de la pata del cordero mientras él lo sujeta con su tenedor.

Procuro no fijar mi mirada descarada en ellos porque me viene el recuerdo de cuando mi ángel me decía que mis observaciones podían llegar a causar cierta desazón en los demás, porque eran obsesivas y fijas y persistentes y constantes. Y tenía razón ella, porque siempre he pecado de ser algo excesivo. También la mirada observadora. En todo. No lo puedo evitar.

Por eso ahora me centro en la foto de la Moore y pienso que por solidaridad ella podría estar conmigo, o yo con ella, o que así me gustaría que fuese, y se me humedecen los ojos, y entonces soy yo el que me veo observado porque creo que me he sorbido con algo de ruido mis mocos y he llamado la atención de los medio mancos pero completos y llenos de amor, y me da vergüenza y me escondo en el servicio para enjuagarme las lágrimas y recuperar la serenidad de un comensal cualquiera que está en un restaurante cualquiera de un pueblo cualquiera de los muchos que hay por esas tierras por las que busco a personas solidarias que desprenden amor como mis vecinos de mesa.

Pido un café, cierro el periódico y Julianne Moore desaparece, pagan la cuenta mis vecinos y se van agarraditos, y yo me quedo solo dando vueltas en la noria de mi cabeza a ictus, a cariños desde el silencio y la complicidad, a melenas de mujer del color del cobre viejo, a patas de cordero y sepias a la plancha troceados a dos manos de dos cuerpos diferentes, y a huevos estrellados regados con un excelente Ribera del Duero que solicité por solidaridad con una ribereña.

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