Un niño que no recuerdo si era el hijo o el sobrino o sólo
un familiar (o tal vez era yo mismo) le preguntó a su madre qué era un golpe y
la madre le respondió que un golpe duele mucho y normalmente allí donde el
golpe sucedió se amorata la piel.
El niño no comprendió del todo lo que la madre le decía pero
cayó en la cuenta de la buena explicación cuando un día decidió mirar el país
que no es otra que mirar la sociedad y eso se hace leyendo la prensa o viendo
las noticias o escuchando lo que dicen los parlamentarios o abriendo la ventana
y permitiendo que el aire y los olores y las opiniones entren en tu hogar (y no piden permiso, sólo invaden) y se
le amorató todo el cuerpo y lo que es peor hasta el alma en violeta se
transformó.
No sé si cuando eso pasó el niño era niño o ya había perdido
la niñez en el recuerdo, pero sí supe que el niño en ese momento dejó de serlo.
Lástima.
Paseaba por la playa cuando esta historia me la contaba un
marino que había perdido la gracia del mar (sí, ya lo sé Mishima, a veces las
cosas son así y no hay que darle vueltas) y a mis pies encontré una minúscula
esmeralda.
Esperanza.
(Pía Barros me inspiró y a ella le debo esta reflexión).
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