Resonaban en el atardecer de la campiña las histéricas y
macabras carcajadas de la hiena.
Sus risas lo eran por jactarse de la estupidez e incapacidad
de aquellos considerados de mucha inteligencia, pero que también eran poseídos
por otras naturalezas poderosas que eclipsan el poder del juicio y la razón.
Pero narremos la historia desde que empezaron a acontecer
los hechos.
A la caída del sol por las tierras de poniente regresaban a
sus respectivos nidos un cuervo y una urraca, y en su vuelo negro y rizado el
uno y en blanco y negro y de pausa en el batir de las alas el otro se
encontraron.
Se detuvieron en su vuelo posando sus plumas en lo más alto
de un árbol crascitando su sorpresa el uno con su rrock-rrok profundo y
cavernoso y matraqueando la otra con el característico tcha-tcha-tcha-tcha.
El cuervo mostró altivo y orgulloso las gafas de cristal que
había robado mientras repetía incesantemente el estribillo “nunca más” que en
su pico le puso Edgar Allan Poe en el cuento que a su especie dedicó, y la
urraca mostró la cuchara de plata que había sustraído de la ópera “La gazza
ladra” de Rossini y por la que a Ninetta acusaban mientras recitaba “día 13,
hoy es mi día predilecto” tal como hacía cuando representaba su propio papel en
“Pulgarcito”.
La hiena se había recostado sobre la hierba y observaba en
silencio con su mirada oblicua y reprimía con esfuerzo sus carcajadas de befa y
mofa al recordar, gracias a su infinita memoria, la enorme inteligencia que
mostró en el Cuento que ella protagonizó junto a una cigüeña, y que redactó
Paul Bowles.
Por si era escaso botín el cubierto de plata la urraca le
espetó al cuervo que en su nido guardaba la fantástica esmeralda que le hurtó a
Bianca Castafiore cuando actuaba en la historia de Tintín conocida como “Las
Joyas de la Castafiore”, y que ello demostraba con suficiencia sus enormes
capacidades y su fabulosa inteligencia.
Sintiéndose algo derrotado ante el esplendor de la joya que
la urraca había afanado, el cuervo relató, a modo de contraataque, que él no
sólo birlaba joyas y objetos con brillo y lustre sino que era personaje capital
en obras de la relevancia del Otelo y Macbeth de Shakespeare, y también había
sido requerido por el propio Noé para ver el estado de las aguas después del
diluvio universal, lo cual dejaba bien a las claras que a sus conocidas e
insuperables dotes cleptómanas había que añadirle sus virtudes tanto artísticas
como para la pesquisa profesional y científica.
La hiena, que empezaba a desear hacerse notar ante el
despliegue de altanería y fatuidad de las dos aves despidiendo sus nauseabundos
olores de las glándulas anales, pensó también en recordarles que a ojos de la
especie dominante ambas no eran conocidas por su inteligencia sino por su
comportamiento ladino, villano y cizañero, amén de ser el cuervo considerado
pájaro de mal agüero y portar la mala suerte y la muerte la urraca cuando se
posa en una ventana, pero decidió proseguir su observación en silencio pues
ella misma conocía la muy mala prensa que entre los humanos tenía, y no era
cuestión de incitar a las dos alimañas que entre ellas discutían a fijar su
objetivo sobre sí misma.
La urraca argumentaba ante su adversario que sus hurtos eran
siempre de piedras preciosas y artículos de alta bisutería mientras los del feo
y negro cuervo eran cristales, espejos y objetos carentes de nobleza por ser de
uso cotidiano entre los humanos, y que además ella era la gran protagonista de
los cómics de “Pulgarcito”, Doña Urraca, con su vestido negro, medias a rayas,
nariz ganchuda y paraguas sempiterno que no utilizaba más que para zurrar a sus
contrarios, y hasta el personaje de Caramillo habían tenido que inventar para
convertirlo en su antagonista y así dotarla a ella de mayor protagonismo.
El cuervo, henchido de soberbia y engominadas sus plumas
negras porque con el discurso que ahora lanzaba veía la victoria cercana,
recordó sus sublimes actuaciones en el cómic que sólo su nombre y su
protagonismo exclusivo mostraba, “El Cuervo”, y que con posterioridad fue
llevado a la pantalla hasta convertirse en película de culto, aunque
sibilinamente ocultó que ello ocurrió gracias a la muerte accidental y en
extrañas circunstancias de Brandon Lee, hijo del especialista en artes
marciales, Bruce Lee.
La urraca, presa de enojo, atacó al cuervo con toda su
inquina aprovechándose de que la arrogancia ante la proximidad de la victoria
le había hecho levantar la cabeza y con ella la mirada al cielo, y le hundió el
pico en el corazón. El cuervo, en el estertor de la muerte, soltó la bolsa de
sus rapiñas y al caer al suelo desde la altura de la rama en la que competían
se rompió en infinidad de trozos el espejo que contenía y por la vegetación del
sotobosque se desparramó.
La vencedora descendió vanidosa con su vuelo algo desgarbado
a observar en la pinaza las piezas del botín del cuervo y lo que contempló
fueron un sinfín de imágenes de cabezas negras picudas de pájaros a los que
confundió en su todavía exacerbada cólera con cuervos, por lo que atacó cada
una de aquellas imágenes con descontrolada exasperación hasta herir sus alas y
pecho, patas y cabeza, espalda y cola con los cuchillos del canto de los
espejos provocando la sangría de su propio cuerpo.
La hiena, que todo lo había observado con mucha flema y no
poco temple, se levantó cansinamente, recogió con sus fauces los cuerpos
inanimados de las aves, y recordando de nuevo a Paul Bowles y su narración “La
Hiena”, se dirigió a su cueva, soltó de sus dientes los cuerpos, y salió al
exterior con la confianza de que allí no los alcanzarían las hormigas mientras
decía quedamente: “Dentro de diez días volveré. Para entonces ya estaréis a
punto”.
Entonces, con un atisbo de engreimiento aflorando en su
rostro, pensó en relatar a todos aquellos con los que se tropezase que la
inteligencia había hallado morada en su cerebro y no en el de otros que así lo
proclamaban, pero rectificó de inmediato para no caer en el mismo pecado que la
urraca y el cuervo, y otros que, de buen seguro, con ella se cruzarían.
Y decidió guardar discreción y paseó a la luz de la luna y fue en ese momento cuando
resonaron en el atardecer de la campiña las histéricas y macabras carcajadas de
la hiena.
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