Una tarde de primavera te mostré como besan los cocodrilos y
tu labio trémulo recogió la flor de ese beso.
Al caer la noche te enseñé el beso ruso, ese que, a
imitación de las muñecas del mismo origen, se esconde uno dentro del interior
de otro, y el estremecimiento hizo suyo tu cuerpo entero.
Al alba te pedí que mientras te besaba con lentitud me
mirases con intensidad, y recordé las Rimas de Bécquer cuando dicen que “el
alma que puede hablar con los ojos, también puede besar con la mirada”.
Y ahora y todas las tardes, las noches, las albas y
amaneceres persigo ese beso delincuente que Miguel Hernández le reclamaba a su
amada Josefina Manresa, y que tu lejanía me impide su cercanía, amada
desconocida.
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