Cuando mi hijo de treintaytresaños regresa a Barcelona para
verme y también para trastear con sus amigos duerme en la cama que abandonó su
madre al morir hace algo más de cincoaños.
Es la misma cama en la que descansó y durmió poco y mal,
cogidas nuestras manos herrumbrosa y de óxido helado, los días posteriores al
fallecimiento de su madre Susan y compañera mía durante mas de
treintaycincoaños.
Cuando regresa a la provincia de Cuenca, a Tarancón, duerme
en la misma cama en la que el amor, el encuentro de los cuerpos y la
sensualidad devinieron en la concepción de Susanita, ahora ya con tresañitos.
Pienso que en la cama de su madre debe hallar el amor y la
paz y la serenidad y la comprensión y la ternura de la madre perdida y en la de
Tarancón busca y encuentra de nuevo otro amor y también la agitación de la
demostración de las pieles que se aman y también la paz y el sosiego y la
pasión desbocada por su hijita peqeñita a la que un día su avi le explicará las
delicias y el tacto suave y de esponja de la piel de su abuelita.
En la vida de mi hijo, como en la mía, siempre hay mujeres
de piel de la suavidad de la porcelana y de amor profundo en el fondo de esos
ojos que solicitamos merodear con lentitud morosa para penetrar en los besos
que se roban en sus bocas trémulas y deseosas de pasiones compartidas.
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