Y justo al lado del Mercado asoma soberbia y elegante,
sencilla y serena, la Plaza de Sarriá, en mis épocas de estudiante en los
jesuitas Plaza del Duque de Gandía, porque Franco y los suyos además de no
tolerar que otros pueblos gozasen del habla en su propia lengua tampoco
apreciaban las costumbres autóctonas, y hasta denominar a una plaza con el
nombre de su barrio catalán les parecía que podía fomentar desamores a esa
patria una, grande y libre (si era de ellos y según ellos, claro) y la
rebautizaron con el título de un ducado que ni dios sabe a quién pertenece.
Pero olvidando a esos infortunados (pese a que gallegos de
esa estirpe siguen gobernando, algo más creciditos y desarrollados físicamente
que el que se añadía el “…ísimo” en su nominación personal), en la Plaza de
Sarriá encontramos el quiosco de Pilar, entrañable gestora de la prensa diaria
y de las revistas semanales, quincenales y mensuales, siempre con una sonrisa
en sus labios que despiden atenciones y parabienes a sus clientes habituales,
incluso hasta al ricachón gordo y maleducado que los suplementos que desestima
de la prensa los tira allá donde se le ocurre y con el desprecio propio del que
se siente superior por el simple hecho de pagar el periódico diario con billetes
de cincuenta euros. Pero Pilar no deja de mostrar afabilidad y de regalar
sonrisas serenas y pequeñas y silenciosas a todos los que le compran y también
a los que no le compran pero preguntan por una calle, por un comercio, por el
autobús que les conviene para su destino, o por cualquier otra duda sobre el
pueblo que en realidad es un barrio pero que huele como un pueblo.
Cuenta Pilar con la ayuda de su marido, que de hecho es el
gerente, menos generoso en el sonreír, menos dispuesto al diálogo banal tal vez
porque canturrea ronroneando casi de forma continua como quien masca un chiclé
o quien consume pipas mientras ve jugar a su equipo deportivo favorito, mezcla
de antídoto para la ansiedad y remedio para matar el aburrimiento de la
repetición diaria de hechos y acciones, pero trabajador incansable como su
repetitiva letanía musical.
También cuenta con Dani, sobrino, que se incorporó hará ya un par de años al quiosco, y aporta, como su tía, risas y sonrisas, sencillez en su trato cálido y atento, tímido y mesurado en la expresión como buen conocedor de los límites que el comerciante no debe traspasar.
Sufrió hace un tiempo la muerte de su perro y descubrí que los sentimientos que su timidez esconden arañan su espíritu y ahogan lágrimas que desbordarían para liberar pesares que discurren por todo su interior. Buena persona.
Se agradece en intempestivas y sombrías mañanas, días de mal tiempo, unos oscuros y otros mojados, y algunos de espíritu atribulado, encontrar personas que te regalan una sonrisa y un comentario agradable.
También cuenta con Dani, sobrino, que se incorporó hará ya un par de años al quiosco, y aporta, como su tía, risas y sonrisas, sencillez en su trato cálido y atento, tímido y mesurado en la expresión como buen conocedor de los límites que el comerciante no debe traspasar.
Sufrió hace un tiempo la muerte de su perro y descubrí que los sentimientos que su timidez esconden arañan su espíritu y ahogan lágrimas que desbordarían para liberar pesares que discurren por todo su interior. Buena persona.
Se agradece en intempestivas y sombrías mañanas, días de mal tiempo, unos oscuros y otros mojados, y algunos de espíritu atribulado, encontrar personas que te regalan una sonrisa y un comentario agradable.
Al mismo quiosco en los últimos tiempos acuden a colaborar
con su trabajo el hijo de Pilar, un joven de nuestros días que son días sin
oficio ni beneficio porque los que mandan ya se ocupan de la austeridad hasta
en el trabajo y sólo engordan las filas del paro, y que parece buscar el futuro
que aquí no encuentra en la China, y que no por cercanía comparte ahora sus
días con una princesa alemana rubia como bella nibelunga.
Le adorna la cara una amplia sonrisa y una piel que parece
de albaricoque antes de madurar, de efigie delgada y bella aunque la misma
deberá controlar para que esa delgadez no se le convierta en la radiografía de
un silbido.
Buena gente, entrañable, cálida, atenta hasta en los días de
pesadumbres y paréntesis en las alegrías. Gente de barrio que no son de mi
pueblo que es en verdad un barrio pero huele como un pueblo pero que deberían de
serlo por su cercanía con los que sí somos de aquí y con otros que no lo son pero
por aquí habitan sus días.
(continuará)
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