Me instalé en una mesa del rincón de una terraza ya que mi
objetivo era avanzar con cierta rapidez en la lectura de “La escoba del
sistema” de David Foster Wallace, así que no pensaba dedicarme a la observación
indisciplinada de cuanto por aquellos territorios se moviese.
Además, en los últimos días me está costando mucho
concentrarme porque tengo la mente puesta en otros lugares y en una persona que
ha sufrido el síndrome del agotamiento que conlleva el soportarme casi a diario
a través de guatsaps y correos electrónicos y llamadas telefónicas y envíos
postales ordinarios, y creo que antes de sufrir un ataque colérico y eliminar
por exterminación compulsiva sus uñas me ha enviado a que me de el aire y me
refresque un poco.
No acabo de leer ni la primera página del capítulo 16 de la
novela de Wallace cuando observo que una diminuta hormiga algo peludita de
patas y de un color como del marrón del café con leche corto de café se dirige
hacia mí no sé con qué intenciones.
Con un gesto rápido como de palanca de mis dedos índice y
pulgar acierto de pleno en la hormiga con la punta del índice y la envío vaya a
saber usted dónde.
Cuando vuelvo a fijar la vista en la página 367 del libro me
dio cuenta de que sobre la mesa hay como cuatro o cinco hormiguitas iguales a
la anterior, por lo que cierro el libro y con la misma mano diestra y el mismo movimiento anterior las
expulso a todas de mi mesa de lectura, en la que ahora ya me espera una caña
espumosa y fría.
Y antes de que la última caiga sigo con los ojos su
recorrido volante y veo que cae al suelo, a unos 90 cms. aproximadamente del
sobre de mi mesa, y prosigue con su caminar ágil y rápido por el suelo de la
terraza.
Pensé entonces, tal vez por influencia de D.F.Wallace que en
su día se suicidó, qué si una hormiga desea suicidarse porque por ejemplo se ha
cansado de circular por la vida en fila india, cómo lo hará, porque es evidente
que lanzándose desde una mesa no es el mejor sistema para lograr el objetivo de
quitarse la vida.
Por si ha sido una casualidad, lanzo contra el suelo a media
docena más de las hormigas color marrón y peluditas, y todas actúan de la misma
manera: como si el accidente no fuese con ellas, prosiguen su deambular
buscándose el culo las unas a las otras para componer su fila india proverbial.
Entonces se me ocurrió pensar que tal vez es un problema de
distancia, que cayendo de lugares más altos es posible que fallezcan, por lo
que empecé a lanzarlas desde una planta de las llamadas “cuernos de ciervo” que
colgaba desde el techo sobre mi cabeza y en la vertical de la mesa, pero
tampoco sucedía nada que las dañase a pesar de que la altura ya era de unos dos
metros.
Junto a mí ví una estufa apagada de esas de gas que colocan
en las terrazas en inverno cuando hace frío, por lo que se me ocurrió empezar a
tirarlas desde la copa de la estufa, que tiene forma de seta, y después, casi
sin darme cuenta, me subí de pie en la mesa para tirarlas desde una de las
vigas de madera del techo, y entonces fue cuando la dueña del establecimiento
me llamó la atención con amabilidad diciéndome que estaba llamando la atención
de toda la terraza.
Me bajé de la mesa disimulando con una sonrisa algo babosa
porque el ejercicio y la contemplación del caer al suelo de las hormigas me
había dejado la boca abierta, y me senté en la silla pensando en olvidar el
tema del suicidio de las hormigas y hacer lo que originalmente pretendía,
progresar en la lectura de “La
escoba del sistema”.
Pero de repente caí en la cuenta de que sobre mi mesa no
había ninguna hormiga, todas habían desaparecido, por lo que me puse a buscarlas por los alrededores pero
sin moverme de mi silla, mientras mi cabeza le daba vueltas a la
posibilidad de que entre ellas existiese una comunicación cósmica y se hubiesen
transmitido el mensaje de que en la terraza había un depravado que las estaba
intentando aniquilar suicidándolas, ya que ellas no disponen de esa capacidad
tan propia de los humanos y algún que otro animal que con la evolución ha
degenerado, con el sistema de lanzarlas al vacío para que caigan contra el
asfalto desde muchas y diversas posiciones.
Y, de repente, aparecieron como por arte de birlibirloque
centenares de hormigas sobre mi mesa, avanzando con diligencia y dispuestas en
formación militar, perfectamente ordenadas, y mis ojos adquirieron el tamaño de
los platos cuando comprobé que una de mayor tamaño que montaba sobre otra
compañera (era evidente que la primera sufría del trastorno del General y la
segunda del síndrome del Caballo) estaba al frente del batallón y parecía estar
a punto de gritar ¡AL ATAQUE!, por lo que me levanté de un salto, derramé la
cerveza, se rompió el vaso de cristal, y salí corriendo despavoridamente de la
terraza.
Me pareció oír a lo lejos la voz de alguien que decía algo
parecido a “¡La cervezaaaa! No la ha pagadooooo…. Está majara ese….”.
Hoy, con más calma, y a una hora en la que haya poca gente
para que nadie me reconozca, volveré a la terraza y pagaré mi consumición y el
vaso si es necesario, no si antes comprobar minuciosamente que no haya hormigas
soldados, ni hormigas general ni hormigas caballo por los alrededores.
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