Hoy he conocido una mulata titando a más morena que mulata.
Nos hemos enrollado no sé cómo en un bareto para tomar unas
cervezas juntos.
Ha sido porque ha sido.
Estábamos sentados en una de mis terrazas, e intentábamos
acercarnos el uno al otro porque ha aparecido algo así como una atracción
mutua. Ella me dijo que le encanta mi pinta así como bohemia, y yo le respondí,
por hacerme el intelectual, que soy lo contrario de un calvinista. Me ha mirado
con cara de no entender ni papa, y creo que eso es exactamente lo que entendía.
Nada.
Las sillas esas de hierro o de alambre chirriaban a cada
acercamiento, y a mí me daba una vergüenza horrible porque estaba seguro de que
todo el mundo nos miraba, porque no creo que ella llegase a los treinta y cinco
y yo me acerco a muchos más.
Nadie nos miraba.
Era yo sólo el que estaba convencido de que todos nos
miraban. Sobre todo a mí.
¡Qué afán de protagonismo! Es una rémora de mis años
publicitarios, donde todos éramos, somos, unos pavos reales.
Por hablar de algo, ella, con un nombre dominicano que es
imposible de recordar por extraño y por desconocido, me ha dicho que qué suerte
que estábamos bajo una sombrilla, porque no puede tomar el sol, porque le salen
marchas blancas, como redonditas, en todo el cuerpo, pero sobre todo en la
cara.
Entonces se me ha ocurrido decirle que debía haberle
prestado ese secreto de su piel a Michael Jackson.
No le ha hecho ni pizca de gracia.
Vamos, creo que
ninguna gracia, porque la sonrisa de sus labios se ha esfumado como por
arte de birlibirloque.
Para intentar arreglar el desaguisado que había causado en
un segundo me he acercado más para besarla, con el consiguiente chirriar de la
silla de acero y mi sospecha de miradas del personal del chiringuito y una vez
más comprobé que les importaba un rábano con una fugaz mirada por el rabillo de
mi ojo, y así, con un besito tierno, señalarle mi arrepentimiento por mi
comentario, pero mi incontinencia verbal me llevó a decirle que si en vez de
roscos blanquecinos en el rostro le saliesen rayas parecería una cebra.
Me he quedado con el morrito besando el aire caliente,
porque se ha levantado y se ha largado después de levantarme ostensiblemente el
dedo corazón de su mano derecha.
O sea, un imbécil.
Yo.
Me he movido inquieto en mi silla de alambre, que ha
chirriado llamativamente, y entonces sí me ha parecido que me miraba todo el
Bar.
Creo que sonreían malignamente, pero me he hecho el
despistado.
Antes de irme les he hecho una peineta a todos.
A todos.
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