jueves, 30 de julio de 2015

Medio vaso de vino blanco.

 
Hoy he recuperado una de las prácticas que en los últimos tiempos había olvidado.
Una práctica de observación que alterno con mi presencia en balcones indiscretos como son os bares que frecuento, donde bebo cerveza y observo comportamientos humanos.

Consiste en escoger al azar una persona que encuentras por la calle y, simplemente, seguirla para ver qué hace, adónde va, cómo se comporta,…

Toda la vida lo he hecho.
Unas veces de forma insistente y otras cuando se me ocurre o cuando me lo pide el cuerpo.
La máxima insistencia fue cuando falleció mi compañera: cada vez que me cruzaba con una pelirroja pecosa por la calle, la seguía hasta que ya me era imposible continuar con la persecución porque llegaba a un piso, o entraba en un aula universitaria, en un Hospital o un cine, y sin otro motivo más que el placer de observar su melena roja y posiblemente compararla en mi cabeza con el magnífico tono y la extraordinaria calidad del pelo de mi mujer. Tan simple como esto.

Pues bueno, hoy he repetido.
Yo me encontraba en Llivia, y he escogido un hombre con apariencia de jubilado, y con una edad que debía rondar los setenta años. Me ha llamado la atención el hecho de que caminase como quien divaga, porque observaba o miraba sin interés ninguno a la nada y a nadie y a todos al mismo tiempo, y rumiaba algo que decía entre dientes para sí mismo y que me resultaba imposible de entender por la contaminación acústica de cualquier pueblo o ciudad.
Me he situado prudentemente a unos cinco o seis metros detrás de él y he empezado a seguirlo, preparando estrategias de despiste por si se giraba y me veía detrás de él, como mirar el reloj de pulsera, ponerme la mano en la barbilla como intentando recordar algo, golpearme la frente como diciéndome ya me acuerdo de lo que tenía que hacer o comprar, o buscando nada en los bolsillos de los pantalones con la cara típica de preocupación que se le pone  a uno cuando busca, por ejemplo, unas llaves y no las encuentra donde debían de estar.

Eran sobre las diez de la mañana, y yo salía de un supermercado con mi barra de pan y un par de diarios en una bolsa de plástico de esas que todavía regalan y no las cobran.
Después de ir tras él no más allá de un par de minutos hemos entrado en un bar que yo desconocía y que he observado que estaba totalmente forrado de madera imitando el interior de piedra y barro de una mina.
Mi perseguido ha pedido un vaso de vino fresco y yo un café, acodados los dos en la barra y a unos dos metros de distancia.
He tenido que quemarme un poco el paladar con el café hirviendo, porque mi hombre se ha bebido medio vaso de su vino de un solo trago, ha dejado unas monedas en la barra y ha dispuesto salir del bar. La otra mitad del vino se ha quedado en el vaso. He pagado deprisa el café y he salido del bar para proseguir con mi persecución, pero al salir a la calle el tipo había desaparecido.
A pocos segundos lo he localizado en el bar de al lado, que se llama “L’Enclau” aunque más se le conoce por La Churre(ría), y lo sé porque este establecimiento sí suelo frecuentarlo.
Estaba también en la barra, y una camarerita mona pero que al sonreírme he visto que le faltaba un diente y me ha desanimado a decirle la primera zalamería que me viniese a la boca ya le servía un vaso de vino blanco frío.
Este no se lo ha bebido de un trago, sino que le ha dado varios, justo hasta llegar a consumir la mitad del vaso. Yo lo espiaba desde una mesa cercana, porque me ha parecido que podría preguntarse que hacía yo allí con otro café. Seguramente nada de eso debía pensar, porque si él se tomaba otro vaso de vino a ver por qué yo no iba a poder tomarme un segundo café. Pero como que al perseguir a alguien se te instala en el alma como una sensación de culpabilidad, pues eso he pensado y por eso me he instalado en la mesita y no en la barra junto a él.
Al cabo de unos minutos ha vuelto a depositar monedas en la barra, y debía ser el importe de la copa porque por segunda vez no esperaba cambio alguno, ha vuelto a dejar olvidado la mitad del vino en su vaso, se ha despedido y ha salido de nuevo a la calle. Yo, por mi parte, he hecho lo mismo.

Y se ha puesto a caminar. Y yo detrás de él.
Hemos caminado, muy lentamente, unos cuatro o cinco minutos, hasta que mi hombre del día ha entrado en el Hotel Esquirol. Como que conozco al dueño, Edu, ya que ceno ahí un par de veces o incluso más al mes, al entrar lo he saludado ruidosamente así como para disimular, ya que era la tercera vez en menos de media hora que mi hombre y yo estábamos juntos en el mismo local.
Él se ha pedido un vaso de vino blanco muy frío, y yo no he pedido nada porque más café ya no. Simplemente me he quedado con Edu diciendo vanalidades y simplezas del tipo que calor más horrible hace este verano, cómo vas de trabajo, tu hija María y tu mujer Sonia qué tal,…

De repente he visto que el hombre del vino blanco, que ahora ya sabía que se llama Salvador porque así le ha dado la bienvenida el duelo del Hotel el dueño, salía del mismo lanzando un Edu, luego paso a pagarte, antes de comer.
Me he despedido yo también, no sin antes comprobar que sobre la pequeña barra del bar quedaba medio vaso lleno de vino blanco fresco.

En la calle, siguiendo de nuevo a Salvador, me ha parecido que se giraba un par de veces para ver si yo iba detrás suyo. He despistado como he podido, o sea, mal, pero le he seguido hasta que ha entrado en el Bar Tupí. No me he atrevido a entrar. Me he situado en un colmado justo enfrente, donde desde una cristalera podía espiarlo cómodamente. Se ha tomado medio vaso de vino banco y ha dejado la otra mitad. Cuando ha salido a la calle, ya pasadas las once, he decidido que el juego, por hoy, ya era suficiente, y me he ido a buscar mi coche para regresar a casa, no sin antes ver que Salvador me buscaba dirigiendo su mirada a todos los puntos cardinales de la calle. Creo que no me ha visto irme alejándome de él.

En el coche me he reído mucho, de mí mismo, de mis chorradas y manías y de mis costumbres.
Mientras conducía he pensado que a lo mejor se llama Salvador porque cree que al tomar medio vaso del vino se salva de una cirrosis segura. Lo he desestimado porque me ha parecido una idiotez mía.
Entonces me he dicho, ahhh, ya lo sé, sólo quiere estar medio borracho y por eso sólo consume la mitad de su vino blanco y frío. Otra estupidez.
Al llegar a casa se me ha ocurrido que si lo sigo otro día puedo entrar en los bares cuando él se vaya y beberme la mitad del vino que Salvador ha decidido no beber, y así beberé vinito fresco gratis.

En fin, que ante tanta sandez mental he pensado que mejor desayunaba porque ya eran las once y media pasadas y salvo los dos cafés estaba en ayunas.

De todos modos, cualquier día me presento a Salvador, me tomo con él una copa de vino blanco frío y dejo la mitad en la barra como él hace. Por solidaridad. O como castigo a mis manías persecutorias.
Él no sabe de esto, de mis persecuciones, o a lo mejor sí, porque la gente de los pueblos sabe de muchas cosas que los urbanitas desconocemos.

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