En mi mirador oigo a otro parroquiano habitual a quien
conozco pero su nombre desconozco comentarle a una de rasgos claramente
sudamericanos, y que presumo que intenta desesperadamente ligarse, que él no es bipolar, que sabe muy bien
lo que quiere, y lo que quiere es a ella.
Lo dice con toda su intensidad y con intentos medio
desesperados de cogerle la mano, mano que ella con sutileza retira y aparta y
amaga.
Relámpago instantáneo: intimé con una mujer que también se
había apuntado al club de moda de los bipolares, porque parece que hoy todo el
mundo sufre de bipolaridad.
En el caso de esa bella mujer, de la que como el atolondrado de mi
mirador me enamoré como un adolescente, debía ser cierto, lo de su bipolaridad
digo, porque me dijo muchas muchísimas veces que me quería, en susurros y con voz nítida, con sonrisas y con la seriedad y rigor de los momentos sublimes, aquí y allí, y no era cierto,
simplemente no era cierto.
Tomo una decisión mientras prosigo con mi observación inquisitiva e invasiva: si a mí me ocurre o se me contagia ese
síndrome bipolar me negaré a decir que lo soy.
Diré que soy dicotómico.
Creo que queda como más intelectual por ser término menos
manido.
O si estoy de fiesta mayor, ahora que vivo en un pueblo y
que estamos casi en agosto y que a todos los pueblos les dio la manía de hacer sus
fiestas en agosto, entonces diré que soy caleidoscópico, que queda mas
colorido y para el caso es lo mismo.
O así me lo parece ahora que estoy sentado en mi mirador y en estado de espionaje total.
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