domingo, 23 de agosto de 2015

Amor de la memoria.

 
Hay ausencia en la mente.
Vacío.
Silencio que conquista todo pensamiento.
Silencio que se adueña del espacio y del ambiente.

Inicio el ritual de besos y rastreo y recorro su piel con liviana lascivia.
Como la madre que cuida la piel de su pequeña con la palma de su mano.
Deseo que sólo aparezca el contacto de las pieles, de los labios, de las lenguas, de los dedos reclamando las humedades de las intimidades.

Sexo de amantes.
No, ni siquiera eso.
Sexo del deseo.

Sexo con olor a queso, a sudores agrios y a guiños de aroma de estiércol, de campo de paja, de establo.
Abrazos de furia y de uñas que arañan la epidermis de espaldas que sangran espesa y lentamente.
Dos cuerpos entregados a roces de sudores y exhumaciones de sensaciones olvidadas.
Mermelada en las axilas y en los rincones a los que accedo en mis aproximaciones.
Fluidos.
Rasga el silencio ruidoso de suspiros y exclamaciones y me explica que su marido tiene manos ásperas, resecas, que lastiman las caricias, y que las yemas de mis dedos son miel para su piel.
El color de su piel de indiana mulata se perla de gotas de sudor saladas como el agua de mar, bellas y translúcidas como el rocío, cálidas y suaves como los jugos de la fruta madura.
Me murmura que su marido muerde sus labios y que los míos son de caramelo.
Yo, entre jadeos, le digo que su boca es como la carne de una aceituna y que me gusta lamerla muy despacio, muy despacito, para hacerme con la sal y con el aceite y con todas las frutas que ofrece el olivo.
Tensa el cuello y aparecen debajo de sus clavículas dos pozos secos, y me gusta estar ahí porque se ríe y se contorsiona de alegría y placer.

Trato los lóbulos de sus orejas con ligeros mordisquitos que la estremecen y unas caricias en su cicatriz de apendicitis la convulsiona.
Sorbo de sus pechos con besos de biberón y escucho el ritmo de su latido que se acelera y salta entre sus senos generosos.
Friego mi rodilla sobre su cuidado vello púbico para que contraiga sus nalgas buscando mantener el placer entre sus piernas.

Peino con mis dedos su pelo liso del color del cobre y me miro en el espejo de sus ojos verdes mientras ellas sonríe al rozar con sus labios los párpados de mis pequeños ojitos traviesos.
Detengo el tiempo buscando pecas anaranjadas gemelas y juego a encontrar parecidos entre ellas y algún objeto o animal. Ella encuentra más similitudes que yo y me rasca la cabeza mientras me contempla y se le humedecen esos ojos sin pintar que muestran pestañas casi blancas que le otorgan una fuerza descomunal en la mirada. Yo juego a comerme sus pecas divinas haciendo de la mano tenedor. Creo que estoy a punto de morirme por el fuego de mi deseo. Me pide que no la deje nunca. Me la como a besos. La lamo desde la frente hasta los pies.

Cada ve estoy más borracho de sexo y de carne y de olores y de sabores, y cuando pienso que la amo y que la quiero cuidar toda mi vida, me despierto.

Estoy en mi cama, que es un revoltijo de sábanas blancas y empapadas de amor, mi cabellera húmeda cae sobre mi nuca y mi frente y mis ojos, y estos se irritan por el sudor que en ellos penetra y que los hacen lagrimear.
De amor y de pasión.

Cuando recupero la conciencia perdida en mi lecho de sensualidades, me doy cuenta de que junto a mí no hay nadie.

Estoy solo.

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