Ahora mismo, en mi jardín, juegan una niña boliviana y una
gato francés.
La niña es la hija de la boliviana que viene una vez por
semana a limpiar mi casa y el gato es el de mi vecino que es francés.
La boliviana que hoy limpia en casa es la madre de la
boliviana que viene siempre, pero que hoy no podía porque trabaja en un
restaurante y me ha enviado a su madre. Su madre es la abuela de la niña
boliviana que juega con el gato francés de mi vecino, que como ya he dicho es
francés.
Su casa antes era mía, pero se la vendí y desde entonces es
suya.
Yo los observo, a la niña boliviana y al gato francés, sin
que ellos sepan que los observo, y lo primero que pienso es que aunque hablan
idiomas diferentes, ella castellano y el gato supongo que habla francés porque
su propietario le habla en ese idioma y el gato lo entiende o así lo parece, se
entienden perfectamente.
Ella, la niña boliviana, levanta una escoba y el gato
francés levanta la cabeza. Baja la escoba y el gato francés baja la cabeza.
Ella, la niña boliviana, ríe. El gato parece que también. Yo sí que me río. Y
mucho.
La niña con pinta de inca, porque mira que la tiene, amaga
salir corriendo y el gato la imita. Se mueren de la risa, lo dos. Bueno,
la niña seguro, y el gato parece
que también. Y yo, desde mi escondite, me tapo la boca con la mano porque me da
una risa que no veas, y se que si me descubren, el gato y la niña, la magia
desaparecerá.
La niña se echa sobre el césped y el gato a su lado hace lo
mismo.
La niña le habla al gato francés, y le dice en castellano
que se levante, y el gato se levanta. Luego le dice que se eche, también en
castellano, y el gato francés que sabe idiomas se echa sobre la hierba. Después
le dice que corra, pero ese verbo el gato parece que lo desconoce y no se mueve,
hasta que la niña boliviana coge una piedrecita, se la muestra al gato
acercándosela al hocico, la tira y el gato sale corriendo tras ella como si en
vez de un gato fuese un perro. Y se ríen. Los dos. Se ríen los dos. Estoy
seguro, porque a ella la oigo y la veo y al gato se le intuye en su mirada
felina y en su sonrisa gatuna.
Yo también me río escondido en mi escondite.
Ahora la niña de Bolivia hace una voltereta sobre el verde y
el gato la replica y las risas ya son tan fuertes que yo no puedo aguantarme y
me descubro tras el árbol que me escondía, y se acaba el embrujo.
La niña boliviana siente vergüenza y corra a refugiarse
junto a la aspiradora de mis miserias que maneja su abuela con cara de inca
total, y el gato francés que corre que se las pela da una salto y regresa a su
jardín que es el que linda con el mío.
Y yo sigo sonriendo.
Creo que se me va a quedar la sonrisa enganchada en mi
rostro todo lo que queda de día, y son sólo las once y cuarenta y dos minutos.
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