Desde hace casi veintitrés años, que es cuando compré esta
casa de Enveitg que ahora me acoge todos los días del año, todos los domingos
le regalo a mi vecina, Ivette, un ramo de flores que compro en los matutinos
mercados de Puigcerdá.
Al principio lo hacía porque me la quería ganar, ya que era
mi vecina y yo un extranjero en su tierra. Después seguí con el regalo de los
domingos porque me apetecía, y además porque a Susan le encantaba este detalle
que yo tenía con la vecina.
Susan también recibía su ramo de flores.
No, sus ramos de flores que alegraban nuestra casa durante
toda la semana.
Ahora siento que lo sigo haciendo en memoria de mi compañera,
y porque no tengo mujer a quién regalarle flores, y porque me encanta ver el
rostro de alegría de mi vecina cuando, cada domingo, le grito desde mi jardín,
pegado a su casa, ¡¡¡Ivette, les fleurs de le dimanche!!!
Y ella acude presurosa y rápida con su pisar lento y
parsimonioso.
Ivette tiene cerca de ochenta años, llevados y trasegados
con la dignidad y la elegancia de las mujeres francesas, y su sonrisa y su
mirada cuando recibe mis flores dominicales es el de una mujer con un dulce
encanto y una enorme serenidad que me enamora y me embriaga.
Después pongo flores en los jarrones de mi casa, miro una
fotografía de mi compañera y derramo unas lágrimas en recuerdo del ángel que
mimó mis días mientras estuvo conmigo. Yo la cuidé y la amé siempre, y ahora la acaricio con mi
recuerdo y con mis flores de los domingos en esta casa que ella hizo que
tuviese esta alma caliente, cálida, entrañable, y que mantuviese el olor de
pueblo que le corresponde, olor que también tenía nuestro piso de Sarriá a
pesar de que no era un pueblo porque era un barrio pero que a nosotros, cuando
paseábamos cogidos de la mano y deseando besarnos en cada esquina, nos olía y
sabía a pueblo.
¡¡¡ Ivette, les fleurs de le dimanche !!!
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