jueves, 13 de agosto de 2015

Relámpago mental desmantelado XXXiV y/o la estupidez humana.


De nuevo sentado en la terraza de la abuela de ochenta años me pido una Voll Damm y me sirve una Heneiken. Qué más da! Es sólo cerveza.

Tengo la mente en blanco. Me dedico un rato a intentar conocer lo que piensa mi cerebro cuando no piensa nada. Imposible. Imposible averiguarlo porque entonces me doy cuenta de que intento no pensar en nada y en realidad lo que hago es pensar en que no pienso nada y en realidad acuden ideas y cosas como imágenes al cerebro y yo las intento desechar para que se quede en blanco, y me hago un lío monstruoso y no me aclaro, por lo que decido dejar que la mente divague en lo que le de la gana.

Y de repente me acuerdo de que hace unos días leí que Corea del Norte había decidido retrasar sus relojes media hora respecto de la hora de Corea del Sur y Japón, para de esa forma aislarse más todavía de sus vecinos.
Es cierto que hace algo más de cien años ya tenían media hora de diferencia respecto de sus odiados vecinos nipones, y por tanto ahora lo pueden justificar diciendo que simplemente recuperan su horario tradicional y abandonan el que les impusieron los invasores japoneses.
¡Pero de eso hace más de cien años! Y en cien años las cosas han cambiado mucho, como también lo demuestra el hecho de hoy en día haya dos Coreas en esa península y no sólo una.

Por algún arte más inexplicable que el análisis de mi mente en blanco mi cerebro me recuerda que un tal Anatoli Lunacharki, allá por el año 1917, cuando ejercía de Comisario de Instrucción Popular de la Unión Soviética, presidió un Tribunal contra el Creador en lo que decidieron fuera un juicio contra Dios.
El Tribunal consideró que Dios era culpable de los cargos que se atribuían (que vaya usted a saber cuáles eran) y se le condeno a muerte.
La sentencia se ejecutó a través de una salva de disparos dirigidos al cielo.
Lunacharki devía haber olvidado que unos años antes Friedrich Nietzsche ya había declarado que Dios había muerto (y antes que él, Hegel), por lo que sus disparos no podían matar a quien ya había fallecido.

Me despista los pensamientos cerveceros unas piernas preciosas que se tapan poco por lo corto de su faldita, me reprimo un silbidito que quería ser un piropillo, y cierro mis divagaciones pensando que la estupidez humana no tiene límites, ni que pasen cien o mil o un millón de años.

Me pido otra cerveza, una Voll Damm, y me sirven una Mahou.
Bueno, qué más da, sólo es cerveza!

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