sábado, 15 de agosto de 2015

Una familia y un cuento.

 
Desde hacía unos días los venía observando desde mi posición en la barra del Hotel de Llivia que suelo frecuentar a la hora del aperitivo.

Era una familia formada por una pareja que diría que rondaban los cincuenta y largos años, y dos chicas, una de ellas de unos trece o catorce años y la otra de unos once o doce como mucho.
Los padres, porque así los llamaban las niñas, catalanes. Hablaban siempre en catalán, entre ellos y con las chicas, y ellas respondían en catalán también.
La mayor tenía el pelo lacio, largo y de un negro brillante, y la piel blanca blanquísima. Por sus rasgos era fácil suponer que era japonesa, no creo que fuese filipina ni indonesia, aunque bien podría serlo.
La pequeña, morena de piel y pelo negro y algo ondulado. Utiliza gafas y juega constantemente a algo en su móvil, mientras su hermana japonesa hace sudokus.
Delgada como una brizna de hierba, risueña como un pajarito.
Creo que de origen etíope.

Parece una familia muy feliz. Se tratan con dulzura. El tono de la voz de los cuatro es meloso, bajo, susurrante. Se tocan. Tocarse es una caricia de pieles. Es amor. Comprensión. Aceptación.
Me gusta.

Ayer se levantaron de los dos sofás que suelen utilizar mientras consumen alguna bebida antes de comer. Después se dirigieron al comedor del Hotel y se sentaron en la misma mesa que yo suelo ocupar cuando algún día voy a cenar.
Y no me puede resistir.
Cogí una silla y me senté con ellos en la mesa.
Me presenté y les dije que les quería explicar un cuento breve. Pero que antes tenían que hacerme una promesa. Debían pensar en el cuento que yo les explicaría y comentar con sus padres sus conclusiones, lo que el cuento les había hecho pensar. Asintieron con una sonrisa amplia, sincera, fresca, también los padres.

Y esto les conté:
“Había un hombre que cada mañana paseaba por la orilla de una playa cercana a su casa.
Y una mañana, nada más iniciar su paseo matutino observó que toda la arena de la playa estaba cubierta de estrellas de mar que las olas debían haber expulsado de sus aguas saladas.
Y pensó con muchísima tristeza que las estrellas de mar morirían rápidamente, porque sabía que no pueden sobrevivir más que unos minutos fuera del agua de la mar.
Mientras esto pensaba, observó a lo lejos una presencia que no era más que una manchita negra que corría del mar a la arena y de la arena al mar, y así repetidamente. Y lo hacía con rapidez, con nervio.
Decidió acercarse para ver qué era ese cuerpo o esa forma que divisaba desde la lejanía y ver qué hacía exactamente.
Cuando se aproximó lo suficiente como para ver con claridad, vio que era una niña que corría desde la arena hasta el mar para devolver a las olas en cada ocasión una de las estrellas que yacía sobre la arena.
Y ya junto a la niña le preguntó:
- “¿Qué haces, niña?”
Y ella le respondió:
- “¿No lo ves? Devuelvo las estrellas al mar.”
Y entonces él le dijo:
- “Lo que haces no tiene ningún sentido, niña. Hay muchas, muchísimas estrellas de mar en la arena, y no te dará tiempo a devolverlas todas a la mar. Por eso te digo que lo que haces no tiene ningún sentido.”
La niña, sin dejar de proseguir con su tarea, le respondió mientras cogía una estrella de mar de la arena:
- “Para esta estrella de mar, sí tiene sentido lo que hago.”

Y abandoné la mesa de justo cuando la camarera llegaba para tomar nota de su pedido para su comida familiar.

Mientras me iba no pude contenerme y giré la cabeza para ver a la familia de nuevo, y comprobé que los cuatro me miraban con la cara que pone la gente que sabe amar.
Me estremecí y me ruboricé un poco, pero creo que nadie se dio cuenta de ello.
Sólo mi alma y yo.

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