Sentado en la terraza cubierta del Hotel Esquirol en el
enclave de Llívia y con una chaqueta de piel vuelta porque el frío ya está
llegando a estas tierras, observo como un hombre que pasa por delante de la
terraza me saluda con un gesto efusivo de su mano diestra.
Se que lo conozco, pero no recuerdo su nombre. Me esfuerzo
en recordarlo, pero no lo consigo.
Me pregunto cuál es la mejor estrategia para averiguar el
nombre olvidado del conocido caso de encontrarte cara a cara con él y así
superar ese mal momentillo en el que el otro puede pensar que poco le
importabas si ni siquiera su nombre recuerdas.
Y decido que lo mejor sería actuar de la siguiente forma:
El otro: “Hombre, ¿cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!”
Yo: “Pues ya ves. Muy bien. Todo en su sitio. ¿Y tú, Pedro?”
El otro: “Antonio. Pedro, no”
Yo: “Hombre, claro, ¡Antonio! Es que antes me encontré con
Pedro, un viejo amigo de juventud, que no se si tú lo conoces, y me temo que mi
cabeza se ha quedado en aquella conversación.”
El otro, que ahora ya es Antonio: “Y, ¿qué haces por aquí?
¿Qué se te ha perdido por la Cerdanya?”
Yo: “¿No lo sabes? Me he instalado hace ya unos meses a
vivir aquí, en Enveitg. Vendí el piso de Barcelona, de Sarriá, y me he
instalado aquí. Necesitaba hacer cambios en mi vida”.
El otro, o sea, Antonio: “¿Qué me dices? ¿Y en invierno no
es muy duro vivir en un pueblo tan pequeño y tan solitario como Enveitg?” Y
la conversación sigue con banalidades como hablar del frío, de la nieve, de lo
pronto que oscurece,…
Yo: “No, a mí me gusta. Precisaba de un poco de soledad. Y
aunque cueste creerlo, no me aburro: escribo, leo, pienso, paseo, dibujo, hago
de cuentacuentos en Colegios, Escuelas, Hospitales, Residencias de la Tercera
Edad,..” Y explico otras gilipolleces que al otro, a Antonio, no le interesan
una mierda, pero queda bien y es casi obligatorio comportarse así. Son las
reglas no escritas de nuestra sociedad.
…….
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El otro, Antonio: “Oye, un placer haberte visto y charlar un
rato contigo. Nos vemos otro día con más tranquilidad y nos tomamos juntos una
cervecita, Fernando”.
Yo: “Lo mismo te digo. Así lo haremos, Alberto. Hasta
luego”.
Me siento de nuevo en mi mesa de la terraza cubierta del
Hotel Esquirol, doy un sorbo largo a mi cerveza, y pienso que en realidad poco
se de ese hombre, pero qué más me da, si casi ni nos conocemos.
Me olvido del tema cuando veo pasar a un amiguete de Llívia que va detrás, ciego de intuición de placer lujurioso,
de una policía nacional que trabaja en este enclave del Pirineo desde
hace unos meses y que destaca por su descomunal cuerpazo y por una belleza un
poco salvaje.
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