martes, 20 de octubre de 2015

Sin título (VIII).

 
Siempre he sido fuerte psicológicamente.
Un día, cuando sólo tenía diecisiete años, decidí abandonar el ambiente cálido y acogedor de la casa y del recién iniciado calor de amor de juventud que me entregaba Susan para irme a estudiar a la Universidad privada de Pamplona.
Mi padre me animaba por sus veleidades con el Opus Dei, pero en mi vida siempre he decidido yo. Y decidí que sí, que me iba.

Pamplona era territorio Opus frente a mi militancia jesuítica.
Me costó calentar mi estancia, la física y la de las relaciones de amistad, porque mi unión con mis amigos era firme y fuerte. Para algo había sido uno de los fundadores del Grupo de Cabrils.

Empecé a amistar con tres ex Viaró, el colegio privado por excelencia del Opus en Barcelona, pero lo conseguí y me hice con el liderazgo del pequeño grupo, cuatro amigos, y que empezó a disolverse tras mi abandono a los dos años porque Susan tiraba con fuerza de mí y yo la necesitaba (¡cuánto te necesito todavía, mi amor desaparecido!), y mi deserción coincidió con el suicidio de JB que se vió superado por muchas circunstancias (amigo, qué tiempos de discusiones filosóficas compartimos y cuánto cariño nos derramamos el uno sobre el otro), y por la aparición no superada ni aceptada en aquellos años de juventud de la homosexualidad de JG, que venía a mi cama cada mañana a despegarme las sábanas y no se atrevía a nada y yo de nada me enteraba porque dibujaba al carboncillo y a escondidas el retrato de mi amada.
Con SRG compartíamos clases de Periodismo y lecciones de conducción con su Citröen Dianne que él me ofrecía. Y mucha amistad, mucha complicidad, muchas horas de estudio y muchas confidencias con sus sinceridades y sus nobles ocultamientos.

Cuarenta años después he regresado a Pamplona ahora no por estudios si no por una hembra, buscando allí donde antes fue ausencia el calor que mi alma precisa, pero la vida no permite repeticiones y la ciudad y la hembra me rechazaron sin contemplaciones.
Cuánto amor y cuánta soledad en Pamplona.

En el Café Iruña de la Plaza del Castillo, a eso de las nueve de la noche, supe un día de marzo de este año que yo allí ya no volvería.

Pamplona fría, Pamplona del candor de mi juventud, Pamplona hoja de espada afilada  que haces brotar sangre silenciosa como la del toro que corre por Estafeta para morir poco después en la Plaza de los mozos de pacharán y potes y tapas, Pamplona que me amaste y que me rechazaste, Pamplona que siempre habitarás mi corazón aunque ahora sea de la niebla que tanto amas y que ya se disipará para que luzca de nuevo el sol nítido y franco como el del monte de El Perdón, monte de mis amores con la que fue mi compañera.

Amada y detestada Pamplona.
Un día volveré sólo, silencioso y de incógnito, para ir al Café Iruña y tomarme un pote a tu salud. No veré a nadie. Sólo te veré a ti, Pamplona.

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