Siempre he sido fuerte psicológicamente.
Un día, cuando sólo tenía diecisiete años, decidí abandonar
el ambiente cálido y acogedor de la casa y del recién iniciado calor de amor de
juventud que me entregaba Susan para irme a estudiar a la Universidad privada
de Pamplona.
Mi padre me animaba por sus veleidades con el Opus Dei, pero
en mi vida siempre he decidido yo. Y decidí que sí, que me iba.
Pamplona era territorio Opus frente a mi militancia
jesuítica.
Me costó calentar mi estancia, la física y la de las
relaciones de amistad, porque mi unión con mis amigos era firme y fuerte. Para
algo había sido uno de los fundadores del Grupo de Cabrils.
Empecé a amistar con tres ex Viaró, el colegio privado por
excelencia del Opus en Barcelona, pero lo conseguí y me hice con el liderazgo
del pequeño grupo, cuatro amigos, y que empezó a disolverse tras mi abandono a
los dos años porque Susan tiraba con fuerza de mí y yo la necesitaba (¡cuánto
te necesito todavía, mi amor desaparecido!), y mi deserción coincidió con el
suicidio de JB que se vió superado por muchas circunstancias (amigo, qué
tiempos de discusiones filosóficas compartimos y cuánto cariño nos derramamos
el uno sobre el otro), y por la aparición no superada ni aceptada en aquellos
años de juventud de la homosexualidad de JG, que venía a mi cama cada mañana a
despegarme las sábanas y no se atrevía a nada y yo de nada me enteraba porque
dibujaba al carboncillo y a escondidas el retrato de mi amada.
Con SRG compartíamos clases de Periodismo y lecciones de
conducción con su Citröen Dianne que él me ofrecía. Y mucha amistad, mucha
complicidad, muchas horas de estudio y muchas confidencias con sus sinceridades
y sus nobles ocultamientos.
Cuarenta años después he regresado a Pamplona ahora no por
estudios si no por una hembra, buscando allí donde antes fue ausencia el calor
que mi alma precisa, pero la vida no permite repeticiones y la ciudad y la
hembra me rechazaron sin contemplaciones.
Cuánto amor y cuánta soledad en Pamplona.
En el Café Iruña de la Plaza del Castillo, a eso de las
nueve de la noche, supe un día de marzo de este año que yo allí ya no volvería.
Pamplona fría, Pamplona del candor de mi juventud, Pamplona
hoja de espada afilada que haces
brotar sangre silenciosa como la del toro que corre por Estafeta para morir
poco después en la Plaza de los mozos de pacharán y potes y tapas, Pamplona que
me amaste y que me rechazaste, Pamplona que siempre habitarás mi corazón aunque
ahora sea de la niebla que tanto amas y que ya se disipará para que luzca de
nuevo el sol nítido y franco como el del monte de El Perdón, monte de mis
amores con la que fue mi compañera.
Amada y detestada Pamplona.
Un día volveré sólo, silencioso y de incógnito, para ir al
Café Iruña y tomarme un pote a tu salud. No veré a nadie. Sólo te veré a ti,
Pamplona.
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