Hubo un tiempo que me decía que si no sabía de mí un día
algo le faltaba al día.
Fue decirlo y darme cuenta de que a mí me pasaba lo mismo.
Ahora creo que le sobro todo entero.
A mí, ella, no.
Es como el viento en las hojas del nogal que está frente a
mi casa, nogal al que dedico mi tiempo al recoger sus frutos caídos y a
escuchar al ulular del viento de otoño entre sus hojas cada vez más
amarillentas y bellas.
En breve al nogal se le caerán las hojas y sus ramas se
cubrirán de escarcha de añoranza
primero, de nieve sus ramas de senectud después, de hielo cuando la muerte
amenaza la naturaleza, y hasta lo olvidará la ardilla que zigzaguea ahora rápida
y ahora con la lentitud del olfato que ahí busca su precioso alimento, porque
en su retiro invernal dormirá a la espera de deslumbrar la primavera con sus
ojos negros.
A la ardilla no se le congelará la cola inhiesta y parda,
mientras a otros se nos congela el alma porque no sabemos amar la nuez ni la
escarcha ni la nieve ni el hielo.
Sólo sabemos invernar.
También lo hace la ardilla.
No todo es erróneo.
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