Hay gente que destruye sueños.
Los he conocido en mi vida personal y también en la
profesional.
Gente oscura, gris, viscosa, incapaz de ver la luz,
inhabilitados para distinguir en la oscuridad el brillo del abdomen de la
luciérnaga entre las hierbas, del rayo entre la nubes, de la chispa en el leño
que ya no da calor y humea y atosiga cuellos que carraspean. Son aquellos que
viven en las sombras, en el hastío, en la indiferencia, en la ciénaga, en el
marjal putrefacto.
Cuando creábamos y vendíamos campañas de publicidad yo
intentaba hacer vibrar al compañero creativo, al de cuentas, al de
administración y de gestión, y al Cliente, porque la campaña podía ser buena,
excelente, magnífica o vulgar, pero lo que vende es la ilusión y el convencimiento
de que vas a vender.
En mi vida privada aseguraba que el amor lo puede todo, el
ánimo, la disposición del espíritu, el amor y la entrega, el cariño, el roce,
el silencio a veces y el jolgorio en otras, la mirada, el pestañeo de unos
ojos, unas yemas que acarician, un beso furtivo y mal entregado pero deseado y
aceptado.
Muchos me dijeron que no, que esto no iba con ellos, que
aquí se trabaja por dinero. Muchas
me dijeron que no, que aquí se ama por razones que están lejos de mis
ensoñaciones, que no teníamos futuro, como si yo buscase futuro cuando con el
presente ya no puedo y me cuesta acarrear el pasado.
Pero yo sigo convencido de que estoy hecho del material con
el que se construyen los sueños.
Y así seguiré.
Empecinado, constante, indestructible.
No sé hacerlo de otra manera.
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