viernes, 2 de octubre de 2015

Una escena familiar y yo al lado.

 
Estoy sentado en el Bar TREZE de la que era la calle de mi casa en mi pueblo de Sarriá, que no era un pueblo porque es ciudad pero que huele como un pueblo.
Hago tiempo a la espera de ir al traumatólogo para que me revise la espalda y me diga que ya está curada a pesar de que a mí me duele porque me fracturé cinco vértebras y creo que este dolor que tengo me acompañará hasta el fin de mis días.

Entran cuatro personas en el Bar. Parece que son papá y mama y dos hijas.
Confirmo casi de forma inmediata que así es, porque se sientan en la mesa contigua a la mía, y suenan en el aire voces de papá y mamá de una de las niñas.

Observo sin disimulo ninguno (¡cuánto se enfadaría ahora Susan conmigo!) a la madre. Bellísima. Elegante. Rubia clarita clarita. Casi blanca.Cuarentona o rozando. Rostro delgado. Nariz griega, recta. Labios finos pero con un punto de sensualidad excitante. Brazos largos y delgados que acaban en unas manos lindísimas. Uñas de manicura pintadas con ese barniz transparente que las hace brillar ligeramente. Manos para besar livianamente, sin dejar marca que las mancille. Los ojos de un azul tan claro que rozan el albino, que regalan una mirada penetrante pero que no hiere porque son dulces como una nube de primavera.
Ella se ha dado cuenta de que la examino con esa lentitud morosa que a veces molesta porque es algo obsesiva.
Desvío mi mirada, hacia él, su marido.

Alto, fuerte, atlético, gente guapa.
Peinado. Bien peinado. Viste ropa de marca, cara, conjuntada. Sus manos también están cuidadas y sus uñas son masculinas y de corte impecable. Patillas con pinceladas blancas, canas de cuarenta y algunos años. Lee la prensa ajeno a todo lo que sucede a su alrededor.
Ella se da cuenta de que ahora lo examino a él. Nos cruzamos las miradas. Arranco una ligerísima sonrisa de sus labios. La devuelvo, la  mía más pronunciada. Aparta los ojos y acaricia la pierna de su hombre. Reafirmación, pienso.

Delante de ambos las dos niñas.
La pequeña habla y habla con la misma voz melosa de la madre. Habla bajito. La gesticulación de sus manos es breve y magnífica. Hablan sus manos tanto como sus labios. Es el retrato de su madre que esta frente a ella. Su pelo tiene la misma tonalidad y la madre la peina de forma idéntica a sí misma. Los mismos ojos azules. La misma mirada cadenciosa de nube.

La mayor es de cuerpo más voluminosos. Es hija de su padre. Su melena es rubia, pero no brilla tanto, es más ceniza. Los ojos son azules, pero intensos como el azul de la mar. Divagan, los ojos. Miran a todos lados y a ninguno en particular. No dice nada. No habla. Está sentada, bien sentada, con la espalda pegada al respaldo. Las piernas se cruzan en los pies. Quietos. No los balancea. Las manos descansa en su regazo, también quietas. Los ojos bailan. La boca mínimamente abierta, como sorprendida pero sin estarlo. La hermana se queja de que no le habla. La madre las observa pero no dice nada. El padre lee la prensa y pide tapas en un buen catalán, aunque son extranjeros. Entre ellos, entre la pequeña y los padres, hablan combinando al azar tres idiomas, castellano, catalán e inglés. La mayor no dice nada salvo con los ojos. El resto sigue inmóvil. La pequeña le recrimina en diversas ocasiones su silencio, con dulzura, como una queja silenciosa.

Me doy cuenta de que me he olvidado de la maravillosa madre, del padre ejecutivo guapo y de la belleza de la pequeña. Toda mi atención la capta la hermana mayor. Su silencio me cautiva. Su mirada me embelesa. Su paz externa que denota una intensa tormenta interna que sólo explican sus ojos me seduce. El resto del mundo ha desaparecido.

La niña, no tiene más allá de siete u ocho años, también ha sido cautivada por mi presencia muda. Empezamos a comunicarnos con la mirada. Y ella se queda conmigo y yo con ella. Le digo que me gustaría conocer sus pensamientos y ella me dice, estoy seguro porque lo oigo con nitidez en mi cabeza, que desea saber de mí. Creo que me pide un cuento. Y se lo explico. Sin palabras. Sólo con miradas. Le explico que el mundo tiene magia porque personitas como ella tienen magia y porque yo la capto sólo con mirar sus ojos bailarines. Y eso es la magia.

Ella me sonríe, con naturalidad, sin vergüenza ni pudor, con dientes de perlas anacaradas. Yo también le sonrío con complicidad. Ella me entiende.

Los padres levantan la mesa porque ya ha concluido el aperitivo.
La pequeña le dice a la mayor que no ha comido nada de nada.
Ella no responde.

Me mira, y antes de irse tras su familia se acerca a mi mesa y acaricia con las yemas de sus dedos de la mano derecha el dorso de mi mano izquierda, recorriendo con su pulgar una vena que se destaca abultada en mi mano.

Nuestros ojos se despiden con la levedad de una nube blanca que empieza a dibujar formas mágicas en el cielo azul pálido.

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