Me despisto y me dejo ir.
Y eso va en contra de mis objetivos, que en estos tiempos
son la paz, la introversión, el gusto por la melancolía y el recuerdo, el
sosiego y la tranquilidad.
Me distorsionó los inicios de esta búsqueda un abrupto
enamoramiento, enamoramientos de nuevo de la vida que no es más que la vida
misma y de una mujer, pero fui despechado por mis propias incapacidades físicas
y mentales para amar.
Y el despecho me ha dolido porque me ha devuelto de golpe a
la soledad que deseaba erradicar y que parecía que se diluía en el transcurrir
de las horas a la espera de hablar con ella, de saber de ella, de llenarme de
ella.
Estaba olvidando el olor de la podredumbre que se había
instalado en mis entrañas, pero mi propio yo me devolvió con celeridad a la
herrumbre y al dolor.
Ahora debo concentrarme y retomar de nuevo la vida apacible
y serena en estas montañas que me acogen, en esta villa en la que narro mis
cuentos y los de otros a los niños y a los ancianos, en este pequeño pueblo que
pronto demandará del calor del hogar y del abrigo y la bufanda y las botas para
hollar sus caminos de fango y hielo.
Aspiro a que el frío se quede ahí fuera y que en mi corazón
anide el calor de las ascuas de madera.
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