Pasé cuarenta años comprando joyitas para la niña de mis
ojitos.
Cada día suspiraba por ver su rojito cuerpo decorada con
alguna de ellas y jamás lo conseguía.
Ella me decía con aquella vocecita dulce que joyitas no
quería, que lo que ella de verdad quería era mi amor y compañía.
Y mis recuerdos volaban siempre años atrás cuando yo estaba
en aquella acera sobre la que cayó aquella piedrita en la que la inicial de su
nombre grabé y allí en dos se partió, presagio de mi alma que se quebró el
día que ella partió.
Un amigo también roto y quebrado a una de tez más clara un
día me presentó y yo, sin saber lo que quería, otras joyitas le regalé para
lucir en su fino cuello, en sus largos dedos y en su delgadita muñequita.
Sólo vi lucir una esmeradita colombiana en el más fino
cuello de su hijita, porque a la que yo no sabía si quería jamás la engalanaron
mis joyitas.
Empecé a escribir con una cierta constancia porque esa es
una forma de no hablar y yo ya no podía más explicar la partida de mi amada,
pero sí escribir que es una forma del aullido.
Y el grito desgarrado fue oído y a ella me la trajo y a ella
de nuevo la obsequié con joyitas que incluso diseñé para que ella las luciese,
pero tampoco lo comprobaré porque ayer me despidió con la pregunta hiriente de
si mensajes podrá enviarme y yo reaccioné con la patética respuesta de que
siempre le contestaré.
Y ahora debo desprenderme del amor que de ella me enamoró y
que a ella no le tocó porque ella no se volcó en amarme y ni tiempo quiso
darme.
Tal vez es que a mis mujeres no les gustan las joyitas.
Por eso ahora mis brillantes de lágrimas no los recoge
ninguna amada para que sean sus joyitas, y ni en la acera se fracturan porque
estallan en los sollozos de mi alma desamparada.
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