Hace unos días hacía sol y antes de comer me senté en una terraza de un bar de Llivia,
esa isla española en Francia, en la alta Cerdanya, con una cerveza sobre la mesa y un libro en las manos.
No le hacía caso ni a la cerveza ni al libro, porque mis
ojos, detrás de los cristales oscuros de las gafas, escrutaban a todas las
mujeres que divisaban y las separaba en dos grupos: aquellas con las que
desearía acostarme, y las que no quisiera que se acostasen conmigo.
En una falta de concentración mis ojos vieron la cerveza y
con el trago frío se ahogó el chispazo de mi mente, y caí en la cuenta de lo
que había estado haciendo durante los últimos minutos, y fue entonces cuando
pensé que esas alegres divagaciones sexuales podrían la antesala de un cáncer de
próstata.
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