He pasado unos días bienvenido en la casa de una mujer que
me estima y que reside en una ciudad distante del pequeño pueblo de la Catalunya Nord en el que ahora vivo.
Ya en otra parte, ahora en una población de la meseta
central, reviso caleidoscópicamente y con la fugacidad del zoom, con el rápido
recorrido del travelling y la aproximación disciplinada y el impacto de los
primeros planos, pequeños sucesos y episodios de lo vivido en esa ciudad que también es recuerdo de mi alma de estudiante.
Fueron días lentos y despaciosos, de cielos índigos y soles
esquivos los primeros días, de la pesadez del plomo y de derrames de chirimiri
y aguanieve otras jornadas, fue una semana de mediados de marzo que quiere
cerrar un invierno que ha sido blanco y preceder a una primavera que será de
bienes.
Fueron noches largas cubiertas por la opacidad de las
estrellas, pero iluminadas con arrumacos y besos de entregas intensas y de
diferentes cadencias devueltas.
Noches de extensas conversaciones deshilachadas y enredadas
en los paréntesis de las aproximaciones y cercanías de las pieles. De dedos
revueltos en nudos compartidos y de yemas surcando geografías. De risas amantes
y reproches tibios de juegos compartidos, de miradas de explosiones de lascivia
y después de párpados relajados por los roces de cuerpos de sosiego.
Y ahora, de nuevo con el aguanieve de la meseta castellana
cayendo desde cielos de aluminio, me invaden la mente evocaciones de esos días
y noches que aparecen como fogonazos en mi aletargamiento manchego con la
fuerza del que busca la supervivencia, pero también con la desesperación del
náufrago de la soledad provocada por la intensidad de la espera del que sabe
que ella ya nunca volverá.
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